jueves, octubre 06, 2005

El empujón (La Opinión)

En la estación de Carabanchel una chica de veinte años esperaba en el andén la llegada del convoy del metro. Entonces un chaval de veintitrés tacos la empujó. Así, por las buenas. Sin venir a cuento y sin cruzar una palabra. La joven quedó atrapada en las vías y el conductor no pudo parar a tiempo. Como consecuencia perdió una pierna, la izquierda, que seccionaron para siempre las ruedas de la máquina. Con veinte años y sin una pierna, por el empujón de un chalado que pasaba por allí... Así es la vida, tan perra. Esta agresión, por fortuna, no la he presenciado, sino que he leído al respecto en la prensa. De haber visto la escena (una chica que cae y un tren que la atropella y una pierna que se desgaja) lo más probable es que me hubiera desmayado. A estas alturas, o sea, cuando escribo estas líneas, se desconocen las causas. Se sospecha que el chaval tenga alguna clase de trastorno psicológico.
Lo he pensado muchas veces, porque no es la primera vez que sucede (en la realidad, pero también en la ficción: creo recordar que, en alguna novela de misterio, al investigador Hercules Poirot tratan de matarlo empujándolo a las vías de una estación de ferrocarril): que estés ahí, detenido en el andén, acaso agobiado por el calor o por las prisas, o al contrario, tranquilo, sereno, y que entonces la mano de un bellaco te propine un empellón en la espalda y caigas bajo las ruedas de la máquina. Sin explicaciones, sin causas: sólo porque a un chiflado le apetecía cargarse a alguien o ver cómo tritura un bicho de acero y cristal a un ser vivo. Luego será el turno de los psicólogos, que explican que muchos acusados no entienden ni reconocen la diferencia entre el bien y el mal, y que son conceptos nebulosos para ellos. Pues que se hubieran arrojado ellos mismos en vez de empujar a otra persona. Dado que me tengo por precavido, en los andenes del metro nunca espero al borde, sino algo alejado de él: además de albergar desconfianza, uno teme los traspiés y los empujones involuntarios.
No es la primera vez, ni será la última, en que alguien se cae o lo tiran o se arroja para acabar con su vida. Hace unas semanas, por cierto, llegué a ponerme nerviosísimo. Aguardaba en el metro la irrupción de esos vagones que hieden a periódico fresco y a sobaco cocido, y me fijé en un grupo de tres o cuatro niños que jugaba al borde mismo del andén, cerca de la salida del túnel por donde luego aparece el tren como un monstruo veloz de ojos encendidos. En la infancia se ignora el peligro, la posibilidad de la muerte, el azar. De manera que uno de ellos se puso de rodillas en el borde, inclinado hacia fuera; los críos, además, no suelen advertir que les falla a menudo el equilibrio (porque, antes de desarrollarse por completo, son un poco cabezones). El niño señalaba a los demás muchachos algo caído en las vías: un cromo o una pegatina, diciendo que podrían descender hasta allí y recogerlo. El más precavido, que siempre hay uno que lo es, advertía del riesgo de bajar y ser atropellado. Mientras se lo pensaba, el chico continuaba al borde, a punto de perder el equilibrio. Aquello me tuvo tan en vilo como una escena de suspense del maestro Alfred Hitchcock. No sabía si acercarme al grupo y advertirle del peligro. Buscaba con la mirada a su alrededor, para cerciorarme de si venían solos o los acompañaba un adulto. Me comía las uñas cuando una mujer apoyada en la pared, sin movérsele un pelo de las cejas, dijo, cachazuda: “Fulanito, si te caes y te pilla el tren me voy a reír”. No sé si era la madre o la hermana, pero sólo se le ocurrió esa solución, acompañada de una sonrisa. El niño, un hacha, contestó con sarcasmo: “¿Como te estás riendo ahora?”