A causa del aire acondicionado de algún local público me pica la garganta. Por las noches, resulta difícil conciliar el sueño porque mis esfuerzos se van en toser. No me gusta acudir al médico y trato de curarme sin medicinas y, así, tomo miel con limón, miel con limón y agua caliente, zumos de naranja de envase de cartón, zumos frescos de naranja y limón, algún chupinazo de aguardiente, e incluso hago gárgaras, un día con vinagre y otro con un brebaje para la garganta que me proporciona mi tía. Al final claudico y voy al médico. En Lavapiés está el Centro de Salud Tribulete. El mismo nombre me empuja a la risa: Tribulete suena a Barrilete, a Espinete, a Calderete (aquella mítica canción de mi adolescencia, cuya letra sólo incluía la palabra Calderete). Pido hora por teléfono y me dan cita con el doctor al día siguiente, por la tarde.
La entrada al Centro de Salud Tribulete se ubica en un callejón. Uno hubiera pensado en ese tipo de edificio que da a la calle, con jardines alrededor y todo el envoltorio, para conferir a los pacientes la impresión de que allí se mascan el oxígeno, la salud, la naturaleza. Pero no. El acceso al edificio está hacia la mitad de un callejón sucio, de esos que salen en las películas: callejones que, en la noche, uno supone abarrotados de criminales escondidos en sus sombras, o de borrachos regando de orín sus esquinas. Una entrada sórdida. La siguiente sorpresa es la escalera. Es una escalera algo empinada, y no cuento los peldaños, pero son suficientes para que los ancianos marchitos y aquejados de dolencias que acuden a la consulta acaben molidos del ascenso. Una vez arriba, observo: los cojos, los viejos con bastón o cachaba, los hombres apoyados en muletas, las ancianas que apenas pueden andar, las mujeres extranjeras con el coche del bebé, todos ellos deben enfrentarse a la escalera. No existe un ascensor, ni siquiera uno en obras, aunque sea para guardar las apariencias y hacernos creer que algún día se podrá subir sin esfuerzo. A mí el ascensor, en el fondo, me da igual, porque prefiero las escaleras y no tengo impedimentos. Pero, aparte de observar ese desfile de jubilados y heridos que suben sin resuello, al borde de la asfixia, me pregunto también qué harán quienes van en silla de ruedas. Lo tienen crudo. Salvo que cuenten con familiares o amigos que los suban en brazos o a hombros hasta arriba. Algo que no será fácil, dado que al menos habrá unos quince escalones, o más. Mientras vemos a los ancianos ascender por los peldaños, cada peldaño una montaña, ayudándose de sus bastones, mi tía, que me acompaña, comenta: “Estos tienen fuerzas para subir, pero dudo que las tengan ya para bajar”.
El Centro de Salud, por otra parte, es diminuto. Hay una especie de pasillo que hace las veces de sala de espera. Su aspecto es sucio: no sé si por antigüedad del edificio o porque los pacientes manchan mucho. No tienen salida de emergencia ni rampas. Me asomo a una ventana y da al patio de luces de las casas contiguas. Cuando uno está enfermo, como los hombres, mujeres y niños que me preceden (ojos a la virulé, lesiones en los pies, brazos vendados), le gusta mirar la calle. Si un herido se asoma y ve un jardín, un pedazo de cielo, una calle, la cosa cambia, anima. La ventana del patio de luces deprime. La sala de espera parece la Torre de Babel: blancos, latinos, negros, gitanos, árabes, indios. No hay demasiado sitio. Es una ratonera y un lugar en el que la esperanza se disuelve. Imagino al personal sanitario que trabaja aquí: menudo papelón para ellos, trabajando en esas condiciones sórdidas y miserables, atendiendo a pacientes que hablan en otro idioma y a numerosos heridos de reyerta.
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