En el magnífico libro de cuentos de Arthur Bradford, “Dogwalker”, traducido en España como “¿Quieres ser mi perro?”, encontramos un relato titulado “El colchón”. Casi todas las historias, escritas en una prosa muy pulida, limpia y perfecta, tratan de hombres sin suerte, de amores extraños, de mascotas, de perros. Dos o tres contienen tintes surrealistas, como el divertido cuento de un chico que se acuesta con una perra, de la que es propietaria su novia, y el suceso desencadena una extraña descendencia. Uno de los mejores, sin duda, es el mencionado antes: “El colchón”. En el cuento, el narrador y protagonista vive hacinado en una casa, junto a otros amigos; él duerme en el suelo, tumbado en una fina colchoneta de camping. Nunca lo menciona, pero en seguida reparamos en que es un joven sin trabajo. Un día encuentra un anuncio en el periódico: una mujer vende a precio barato su somier y su colchón (usados, por supuesto). La llama por teléfono y pide que se lo reserve. Uno de los inquilinos del piso le acompaña. Compran el lote a la chica y lo suben a la furgoneta. Durante el trayecto, y sin que se den cuenta, el colchón cae al suelo. Al llegar a casa, deciden que tendrán que regresar a buscarlo por ahí, por si está caído en una cuneta.
Aunque no desvelaré el desenlace, debo apuntar que aquel relato me dejó huella, como el resto del volumen. Al igual que sucede en los demás cuentos de Bradford, lo que no se menciona es lo más importante de la historia. Uno piensa, tras su lectura, en los agobios de vivir bajo un techo donde hay gente incluso durmiendo en la cocina, en la mala suerte de ahorrar un dinero para conseguir un colchón usado para pernoctar y que la compra se pierda en los próximos minutos, en la resignación ante los inconvenientes. Cuando el protagonista descubre que la carga se les ha extraviado, dice a su amigo que quizá lo haya encontrado alguien con más necesidades: por ejemplo, una madre que durmiera en la calle con sus hijos. Es la resignación propia del que sabe que, aunque le va mal, a otros puede irles peor.
Lo curioso es que dos días después de leer el relato y terminar el libro estaba en casa, colocando un cable de la parte trasera del ordenador, o sea, junto a la ventana del cuarto en el que escribo, cuando miré hacia la calle y las vi: se trataba de dos mujeres que arrastraban un colchón. Una de ellas abrió la puerta. La otra esperaba, sujetando el jergón en vertical. Me fijé en que estaba lleno de lamparones, y que el centro se veía hundido por el uso. Era un colchón de segunda mano. Las mujeres lo metieron en el portal. Continué a lo mío, y quiso el azar que, minutos después, comido por la curiosidad y por aquel cuento real, al asomarme de nuevo hallara a las dos mujeres en el mismo sitio: en vez de un colchón, trataban de introducir en el portal un somier usado. Para ellas había un final relativamente feliz: no se les extraviaba el mobiliario, pero las imaginé durmiendo en una casa repleta de inquilinos, de gente durmiendo dentro de los armarios o en la cocina, como en la historia de Arthur Bradford. Así sucede, por ejemplo, con los hindúes que viven en uno de los pisos de enfrente. De ellos sólo sé que son muchísimos, y que se pasan la vida asomados al balcón, mientras el calor de la tarde va remitiendo. Me he fijado en que algunos duermen sobre colchones viejos, que de vez en cuando sacan al balcón para que se ventilen un poco; pero otros dormitan en el suelo, encima del parquet. Ya entiendo esa manía de la gente de Lavapiés por abandonar en las aceras sus muebles usados: siempre hay algún vecino que los necesita y recoge antes que los basureros.