Una mujer septuagenaria fue encontrada muerta en su piso. Había estado acumulando basura durante años. Tanta basura que los bomberos no pudieron entrar por la puerta, atascada de desperdicios y de bolsas, y tuvieron que colarse por la terraza. La señora llevaba al menos dos semanas sin vida. Incluso en la cama se amontonaban los despojos, recogidos de madrugada en los contenedores de la ciudad. Sólo salía de casa a esas horas, como si fuese un ladrón clandestino o alguien enfermo de misantropía. Rechazaba el contacto con familiares y amigos y rehusó el auxilio de los vecinos, que, según nos cuentan los periódicos, trataron de ayudarla en más de una ocasión. El olor era tan fuerte y el riesgo de infección tan grande que el personal del Samur entró en la casa con indumentaria de alarma nuclear: trajes para protegerse del riesgo químico o biológico, máscaras y bombonas de oxígeno. Los servicios de limpieza tardarán un tiempo en retirar todas las basuras, que se apilaban por cada rincón de la casa. Para sacarlas por la entrada tuvieron que habilitar un pasillo.
No es un caso aislado, desde luego. Hace unas semanas vimos en televisión una historia muy parecida. Creo que le sucedió a una anciana y a su hijo. Las imágenes nos mostraron un auténtico vertedero de desperdicios. Los bomberos y los encargados de la limpieza atravesaban una especie de océano formado por escombros, polvo, alimentos podridos y ropa vieja. Y bichos, por supuesto. Tal acumulación de mierda es un festín para los gusanos, las cucarachas y otras criaturas no menos asquerosas. Cuando salió en la tele la casa (hasta los topes de detritus) uno se acordaba de “Seven”, en esas escenas en las que hallan a tipos de vida miserable muertos sobre la cama o sobre la mesa de la cocina, rodeados por todas partes de basura. Creo que en “La comunidad” también aparece algún piso hasta el techo de escombros y restos. Ya de por sí es excesiva la cantidad de residuos y porquerías que el hombre moderno deja a sus espaldas a diario; imaginemos entonces si alguien, en vez de desprenderse de los envases usados, de las mondas de naranja y de otras frutas, de los periódicos viejos, de las sobras del almuerzo y la cena y de las cáscaras de huevo, sale a la calle a buscar más restos y llena su apartamento. Vivir así no sólo es insalubre: significa no vivir, como si habitaran un infierno en el que no hay fuego, pero sí podredumbre por doquier.
Este fenómeno se conoce con el nombre de Síndrome de Diógenes. Diógenes de Sínope, cuentan, fue un filósofo que renunció a las comodidades y llevó una vida austera. Bautizaron así a esta conducta en mil novecientos setenta y cinco, tras estudiar los hábitos de algunas personas de la tercera edad, escondidas en sus casas, evitando el contacto con el exterior y cambiando la higiene por la mugre y la suciedad. Lo curioso es que la pobreza no es necesaria para padecer el síndrome: muchos hombres y mujeres que lo han sufrido, según los estudios, tenían buenos ahorros en el banco. Y tampoco la locura. En cambio la soledad, el abandono familiar, la viudez, la necesidad de aislamiento, son algunas de las principales causas. Al final los ancianos afectados fallecen por malnutrición, por desaseo, por infecciones. Leo que en los últimos tiempos los casos han aumentado. Hay demasiadas personas de la tercera edad que viven solas, aisladas, sin que nadie se ocupe de ellas. Es una variante moderna de lo que ocurre en esa película, “La Balada de Narayama”, en la que, por una vieja ley, los habitantes de un pueblo deben exiliarse a una montaña al alcanzar los setenta años. Aquí el exilio parece ser la reclusión voluntaria. Los afectados suelen rechazar la ayuda.