martes, septiembre 27, 2005

Restaurantes y miradores (La Opinión)

Uno de los grandes atractivos de Zamora, sin duda, es la calidad de sus restaurantes y el embrujo de su gastronomía. Digo embrujo porque en cuanto uno huele y ve las viandas de la tierra queda como hipnotizado. Esto vale tanto para las casas de comida de la ciudad como para las de muchos pueblos. Hay bodegas y restaurantes de pueblos de la provincia en los que uno, en cuanto le ponen el menú delante, cree estar en el cielo. No los conozco todos, pero sí unos cuantos: en El Perdigón, en San Vitero, en Fermoselle, en Rabanales, en Puebla de Sanabria, etcétera. En la capital proliferan en estos años los restaurantes de lujo. Su fama les precede, y no me refiero a que se hable bien de ellos sólo en la ciudad, sino también fuera de ella. Muchos madrileños, por ejemplo, a menudo viajan hasta Zamora sólo por el placer de celebrar una cena en alguno de esos afamados restaurantes. Los comedores más modestos o menos caros también son una maravilla. Lugares donde comer mollejas, chuletones, tablas de carne o de pescado.
De vez en cuando, muy de vez en cuando, uno va probando por sí mismo los menús de esos restaurantes. En los últimos tiempos, por ejemplo, estuve en el Soho, donde después de darnos un lujazo de comida el maitre se acercó para que firmáramos el libro de visitas; recuerdo que, algo empapado por dentro en vino, hice una caricatura con un bocadillo, al estilo de los dibujos de los tebeos. También visité El Horno, y el restaurante del Hotel NH, y La Casita (en la carretera de Carrascal), y El Capitol, y Las Aceñas, y La Rúa, y El Parador. Pero me quedan muchos por conocer en persona; porque, de oídas, todo el mundo me los recomienda: Casa Mariano, El Rincón de Antonio, La Posada... Espero que me disculpen los dueños de los restaurantes que no aparecen aquí nombrados, pero no es mi intención convertir el artículo en las Páginas Amarillas.
Ya digo que voy muy de vez en cuando de cena, en Zamora, pero no es un hábito. Sólo en algunas ocasiones. El sábado pasado conocí, por fin, El Mirador, con sus famosas carnes a la piedra volcánica y sus mollejas a la zamorana. Un tipo, en la mesa de al lado, se pidió un chuletón que parecía, por su tamaño, el costillar de un brontosaurio: creo que pediré lo mismo la próxima vez que vaya. Me extrañó, una vez descubiertas las vistas de la bodega hacia el Río Duero, no haber ido antes allí a cenar. Supongo que ignoraba que desde la mesa puede observarse la que, en mi opinión, es la mejor imagen de la ciudad. No en vano, uno se ha pasado muchas horas de su vida sentado en el banco de la Subida de las Peñas de Santa Marta, admirando todo ese paisaje de aguas, patos, espuma de río, riberas, casas al fondo y Puente de Piedra. Es una vista que aquí he recomendado en numerosas ocasiones, y que no me cansaré de recomendar: resulta magnífica en cualquier estación del año. No obstante uno, que es algo raro o melancólico, prefiere asomarse allí cuando a la ciudad la cubren las nieblas. Es interesante leer la historia del Restaurante El Mirador en su página web: fue la antigua Fábrica de Paños de la Casa Galera, abierta en mil setecientos setenta y cuatro, “con el fin de poder auxiliar con ella a los pobres de la ciudad”. Por otra parte, el lugar donde se ubica, en la Calle Corral de Campanas, es otro de esos rincones que a uno le entusiasman: está cerca del Troncoso y de la Casa del Cid. En cuanto regresen las nieblas aconsejo por allí un paseo y una cena.