El año pasado una de las novelas que causó furor entre el público y la crítica fue “La pell freda”, del autor catalán Albert Sánchez Piñol. Se tradujo al castellano como “La piel fría” y tuvo idéntico o superior éxito. Se ha traducido a numerosos idiomas y su fama no ha dejado de aumentar. La alegría era triple: se convirtió en un best-seller de España y de otros países, el escritor pertenecía a las letras catalanas y, por si fuera poco, contaba una historia en la que confluían la aventura, el miedo y lo fantástico. Era, pues, una novela atípica, algo raro en las letras. Confieso que el mayor motivo de gozo, para mí, fue que un libro español y de tema fantástico alcanzase dicha popularidad. Siempre me ha dolido que en España las obras de aventuras, de terror, de fantasía, de ciencia-ficción sean consideradas obras menores. Los tiempos y la crítica impusieron una especie de pauta según la cual sólo eran grandes las novelas españolas que abordaran el realismo y la guerra civil, entre otros (muy pocos) argumentos. Fuera de esa pauta todo se relegaba al cajón del olvido. Sánchez Piñol, antropólogo de profesión, ha logrado el éxito con una novela de acción y fantasía, y esto habrá dejado estupefactos a los críticos y editores, del mismo modo que Arturo Pérez Reverte y Carlos Ruiz Zafón conquistaron el mercado con novelas de aventuras y de misterios. Compré la novela en su momento y la dejé en el estante. Ahora que Piñol está a punto de publicar nuevo libro, “Pandora en el Congo”, he considerado el momento de leerla.
Lo hice en un par de días. En dos tardes. “La piel fría” contiene el sabor de la aventura, de esas novelas que nos entusiasmaban en la infancia y que trataban de islas, misterios y peligros. En la contraportada del libro aseguran que es difícil de explicar, pero el argumento (en un sentido superficial y a grandes rasgos, porque sus páginas encierran reflexiones y metáforas) es sencillo: un meteorólogo es destinado a pasar un año trabajando en una isla diminuta y perdida en el Atlántico, en la que sólo hay una cabaña, un faro y un hombre extraño. Pronto descubre que, al caer la noche, la isla se puebla de monstruos submarinos. No despojo de sorpresa al libro porque esto ocurre al principio. Lo interesante de la novela no es que unos atacantes nocturnos y grotescos asedien a los protagonistas, sino las reflexiones posteriores del narrador sobre el miedo, la soledad, la guerra, la distinción entre razas dispares y seres desconocidos. Se nota que el autor es antropólogo. Le interesa por qué razones la primera reacción del hombre frente a lo extraño y a los seres diferentes es el ataque y la defensa, la violencia y el temor. Sólo le reprocharía a la narración un regodeo en las metáforas y analogías; en algunos pasajes resulta excesivo. Su lectura y la descripción de las criaturas acuáticas del mar me han recordado películas como “Creature from the Black Lagoon” (“La mujer y el monstruo”) y la italiana, algo casposa y muy divertida “La isla de los hombres peces”. La novela, inquietante, no entra en el género de terror. Sin embargo, al terminar el libro e irme a la cama tuve una pesadilla relacionada con monstruos, parecidos a los que describe Piñol, pero más repulsivos y terrestres, habitantes de las entrañas del submundo. Es raro esto de inventarse criaturas en los sueños.
Va siendo hora, de una vez por todas, de que apartemos de nuestra cabeza ese criterio según el cual una obra española con tintes fantásticos, terroríficos, aventureros o violentos es menor. La historia de la literatura y del cine de otros países está repleta de autores que cultivaron con pericia esos géneros. En la tierra natal de cada uno raras veces se les ha relegado al cajón de los raros o de los olvidados.