En esta ocasión también los contendientes peinaban canas. Uno era alto y el otro bajo. El primero era panzudo, y llevaba la camisa abierta para que viéramos su pecho blanco. El segundo era espigado, y vestía una camisa de cuadros y una mochila al hombro. El alto tenía bastante pelo en la cabeza, aunque gris; el bajo era medio calvo, pero también le clareaba el cabello en las sienes y en la nuca. Supuse que ambos estaban borrachos, con una curda del quince, de esas en las que, cuando te estrellan los puños en los dientes y en la nariz, no sientes nada. Me asomé al balcón a verlos, una costumbre que tienen unos cuantos vecinos de por aquí: en cuanto oímos jaleo e insultos en el viejo español plagado de tacos nos asomamos a ver el espectáculo. Es casi mejor que el teatro, y no nos cuenta un céntimo.
Todas las peleas o bufonadas (porque algo de bufonesco y de patético contienen) que he visto en los últimos meses son idénticas, sólo cambia uno de los oponentes o los dos, dependiendo: hay un banco con cuatro bebedores sentados. En el suelo, los cartones de vino, las litronas y las latas de cerveza. De pie suele haber dos o tres, que son por lo general los que se calientan. El gallo más empavonado o bebido del corral es el que saca a bailar a otro de los presentes. Lo insulta a voces, lo llama de todo, tacos y juramentos y blasfemias que no voy a reproducir. El gallo suele perseguir, caminando despacio, al agraviado. Y suelta su retahíla de insultos. El segundo no parece tener ganas de pelear. Pero al final, tras escuchar cómo le mentan a la madre y arrastran por los suelos su hombría y su dignidad, se acerca y se enzarzan. Intercambian puñetazos. Esos puñetazos flojos, cansados, sin fuerzas, propios de quienes están aplastados por el alcohol. Se aproximan, y el más hábil (que suele ser el agraviado: en el caso que hoy nos ocupa, el tipo bajito) le suelta un gancho al otro. Más insultos. Se alejan. Vuelven a acercarse. Intercambian más puñadas, pim, pam, puf, plaf, como en los cómics. Alrededor, la gente de la plaza deja lo que esté haciendo y se pone a observar. Es raro que medie nadie. Lo más esperpéntico del asunto es la estampa de los compañeros de ambos luchadores, los del banco. Se limitan a mirarlos. Nadie mueve un dedo, se nota que están habituados y agradecen no ser ellos, ese día, quienes están bregando. Desde el balcón les veo los cuatro cogotes. Cuando la bronca se desplaza hacia atrás, o sea, en plena calzada para estupor de los conductores que tratan de pasar por allí con el coche, los del banco ni siquiera giran la cabeza para ver cómo acaba aquello. Tal vez porque ya saben lo que ocurre: una vez repartida la lotería de ganchos, uno se va a un extremo de la plaza y el otro se queda donde el banco. Una hora después no es raro ver a los dos hombres que se pegaron y bajaron a todos los santos del cielo sentados en el mismo banco, como si no hubiera pasado nada.
A mi juicio, lo más chocante de estas peleas diarias es que los boxeadores alcohólicos suelen peinar canas. Fulanos de cincuenta y sesenta y tantos tacos para arriba. Eso, para que luego digan que si la juventud esto y que si la juventud lo otro. Tampoco es raro enterarse de noticias sobre ancianos que llegaron a las manos y a los cuchillos por pijadas, por un quítame allá esas tierras o porque uno le quitó el aparcamiento a otro. Lo cuento para que vean que la sociedad se ha hecho a la idea de que todos los males callejeros corren por cuenta de los jóvenes, como si fueran los únicos que beben, se pelean y la arman. Sin embargo, los de la plaza tienen la excusa de que no les queda nada: han sido expulsados del paraíso del bienestar.