La noticia nos sorprendió en mitad del estribillo. No había móviles ni WhatsApp. Solo un spoiler preciso habría amortiguado el golpe, pero el lenguaje aún no latía entre mis dedos. Llevabas muerto más de doce horas. Mi amigo: muerto.
**
Quién eliminó la muerte de nuestra educación sentimental. Quién decidió que nos quedáramos en casa de una prima mientras enterraban al abuelo. Quién pensó que era más prudente jugar en el parking del hospital que verlo morir. Por qué nos impidieron comprobar la voracidad del cáncer. Por qué no nos llevaron al velatorio para abrazar a las viudas. Por qué los paños calientes. Por qué crecimos sin herramientas para afrontar la pérdida. Por qué hoy todavía
**
Con once años sufrí un accidente de bicicleta y comprendí el daño. Pude morir como podemos morir todos en cualquier momento. El asfalto duele. Si una bicicleta a veinte kilómetros hora, cómo un coche descontrolado. Tal vez cien, ciento veinte. ¿Cuánto dolor puede soportar un cuerpo antes de desplomarse?
**
Entrégame la paz y despeja mi camino. Si escribo, me acuso. Las viejas sentadas a la puerta me juzgarán como la nieve Marcelina a los almendros. No lo olvides, amigo, no acudí a tu funeral. La arena salpicó hasta mi salón. Han pasado dieciocho años y, si escribo, suplico: perdóname.
[La Bella Varsovia]