jueves, agosto 04, 2022

Steiner o las cosas que hacíamos en Checoslovaquia, de Martin Fahrner

 

 

En algunas reseñas sobre Steiner... se ha mencionado el nombre de Ota Pavel (también publicado en Sajalín) y algo de ello hay: quizá ese tono entre humorístico, alegórico y un tanto tierno, que logra conferirle tallas míticas a deportistas, a padres normales y a ciudadanos de a pie. En el libro de Martin Fahrner, que supongo en gran medida autobiográfico, se nos presenta la vida de su protagonista entre finales de los 60 y finales de los 80, es decir, su infancia y su adolescencia en un entorno en el que, como muy bien simboliza la ilustración de cubierta de Guido Sender, no era raro ver en Checoslovaquia un tanque frente a un individuo vestido de jugador de fútbol, como si ya las piezas militares formaran parte del paisaje igual que las farolas.

Fahrner convierte a su Steiner en un muchacho que idolatra a sus padres, que habla más de su familia que de él mismo, y así nos compone el retrato familiar. Un padre que juega al fútbol como profesional y trabaja en los muelles de carga; y una madre que trabaja en la planta de oftalmología de un hospital. Padre y madre se quieren pero se acabarán separando. Mientras tanto, Steiner irá descubriendo su falta de destreza en algunos deportes, aunque también las zonas que se le dan bien y en las que podría despuntar: el teatro, la escalada, el trabajo artesanal en un taller… Para contar todo esto, Fahrner no sigue una línea cronológica: prefiere ir y volver entre el presente y el pasado, a la manera de los flashbacks cinematográficos, terminando el libro con uno de los recuerdos de infancia en los que marchita las grandes esperanzas de su padre cuando participa en una carrera de esquí de fondo. Fahrner refleja perfectamente esos fracasos que todos hemos sufrido cuando éramos niños y nuestros padres, durante un tiempo que no tardaría en agotarse, adquirían a nuestros ojos categoría de héroes. 2 fragmentos:   

Al crecer, me di cuenta de que con frecuencia mi padre estaba ausente por las noches. Luego volvía contentillo, como decía mi madre. Claro que ella, que se quedaba en casa esperándolo, no estaba precisamente contentilla y no era raro que me despertaran sus gritos en mitad de la noche.
Una mañana, después de una bronca tan fuerte que mi padre debió juzgar que era imposible que no la hubiera oído, me lo explicó todo. Me dijo que no salía de cervezas por las noches así, sin más. Todo lo contrario, realizaba una importante misión que mi madre no podía comprender porque carecía de alma de deportista.
Ame describió cómo por las noches se juntaba con los otros jugadores de su equipo en la cervecería El Túnel, en la esquina de la plaza, para, juntos, subir la moral del equipo.

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Pasaron los años, muchos años. Y cuando las ráfagas de viento fueron demasiado fuertes, mi madre ni pudo evitar bajar al suelo. De pronto, veía que mi padre, al mirarla, ya no tenía esa chispa en los ojos que ella nunca olvidaría, que con frecuencia no estaba en casa incluso los días que no tenía ni partido, ni campeonato, ni concentración, ni entrenamiento. Veía que ya no era una mujer joven. Mi madre no terminaba de comprender dónde estaba el error y por qué, de buenas a primeras, se hallaba en ruinas todo aquello que debía haber durado para siempre. Se acercaba inconscientemente las manos a la nariz como si sospechara que aún pudieran oler a los animales de aquella casa a la orilla del río Moldava y se las lavaba con jabón una y otra vez.




[Sajalín Editores. Traducción de Enrique Gutiérrez Rubio]