martes, diciembre 07, 2021

Que no te quiten la corona, de Yannick Haenel

 

 

En aquella época, yo estaba loco. En la maleta llevaba un guión de setecientas páginas sobre la vida de Melville: Herman Melville, el autor de Moby Dick, el mayor escritor estadounidense de todos los tiempos, aquel que al mandar al capitán Ahab en pos de la ballena blanca provocó un motín de dimensiones colosales y ofreció a través de sus libros torbellinos de profecías a las cuales yo me aferraba desde hacía años; Melville, cuya vida había sido una catástrofe perpetua, que no había hecho más que luchar sin descanso contra la idea del suicidio y que, tras haber vivido las más fabulosas aventuras en los mares del Sur y saboreado las mieles del éxito narrándolas, se había convertido a la literatura, es decir, a una concepción de la palabra como verdad, y había escrito Mardi, que nadie leyó, y luego Pierre o las ambigüedades, que nadie leyó, y luego El estafador y sus disfraces, que nadie leyó, antes de encerrarse los últimos diecinueve años de su vida en una oficina de aduanas de Nueva York y confesarle a su amigo Nathaniel Hawthorne: “Aunque escribiera los Evangelios de este siglo, moriría en la miseria”.

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En el fondo, un escritor –un verdadero escritor (Melville, y también Kafka, me decía, o Lowry o Joyce: sí, Melville, Kafka, Lowry y Joyce, exactamente esos cuatro, y repetía sus nombres a mis amigos y a los productores con los que me cruzaba)– es alguien que consagra su vida a lo imposible. Alguien que tiene una experiencia fundamental con la palabra (que encuentra en la palabra una vía hacia lo imposible). Alguien a quien le ocurre algo que sólo sucede en la esfera de lo imposible. Y aunque ese algo sea imposible no por ello deja de ocurrirle: al contrario, le ocurre lo imposible porque su soledad (es decir, su experiencia con la palabra) es tal que pueden suceder ese tipo de cosas inconcebibles, y suceden a través de las frases, a través de los libros que escribe, frases y libros que, aunque parezcan estar hablando de otra cosa, no hacen más que hablar secretamente de eso.

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Cuando sobrevivimos al rito que nos aparta de los demás, nos enfrentamos al abismo.

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»El propio cine es un virus –dijo–: el cine representa la idea misma de virus, con sus imágenes planetarias, con los tráilers que pasan a la velocidad de la luz por las pantallas de nuestros ordenadores; en el fondo, ya no hay necesidad de rodar películas –dijo Pointel–, bastaría con los tráilers promocionales, que son realmente virales: no dejan de fabricar deseos, unos deseos que ya no son nuestros, sino los que la industria del cine ha decidido que tengamos; y por culpa de esas imágenes que confundimos con nuestros deseos, la gente acude a las salas o se engancha a internet.    



[Traducción de Pablo Martín Sánchez]