Los escritores tienen sin embargo, a su disposición, los periódicos y las revistas y sus broncas se ven amplificadas a través de ellos hasta unas dimensiones grotescas. La regla principal que domina toda esta acumulación de odio, animadversión, venganzas y desprecio sonaría más o menos así: en el mundo literario se perdona casi todo, la falta de talento, la vileza, la hipocresía, la cobardía. Se consideran pecados humanos y son contemplados con tolerancia. Lo que no se te perdona jamás, a ningún precio, es el éxito.
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En el mundillo literario no importa quién seas o qué hagas, sino la forma en que apareces a ojos de los demás. Pero esta imagen, la mayoría de las veces grotesca, siempre falsa y ciertamente simplista, te la fabrican, minuciosamente, tus amigos y tus adversarios, a lo largo de una vida de convivencia. Los mediocres son los grandes vencedores en el capítulo de la imagen. Si oyes solo cosas buenas acerca de un escritor, si ves que todos lo quieren como a un hermano, puedes estar seguro de que nadie lo teme, de que todos le estrechan la mano para ser generosos con él pues, en cualquier caso, no representa un peligro. Los compañeros de profesión no se permiten nunca alabar a los que son mejores que ellos ni tampoco siquiera a los iguales. Por ese motivo, puesto que tienes también que alabar y no solo criticar si no quieres perder tu credibilidad, los alabados son elegidos con gran cuidado entre los inofensivos, entre los tiernos fabricantes de “sofisticados” destellos lingüísticos”, como decía Salinger, mientras que los verdaderamente buenos están rodeados por el famoso cordón sanitario: o bien no se habla sobre ellos en absoluto, o bien se habla mucho, pero a sus espaldas (que, como decía aquel: yo soy un hombre de una pieza, lo que tengo que decir lo digo a la espalda…), o bien se les somete –para que se les bajen los humos– a un encarnizado tiroteo de insultos tan pronto como uno los ve en el objetivo.
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La imagen de cada uno de negocia permanentemente entre grupos e individuos, como si todos tuvieran, para realizar tu retrato, un gran lienzo común donde cada uno contribuye con el contorno de las orejas, la forma de los ojos, el gesto de la boca, borrando lo que han hecho los demás, añadiendo líneas, manchas de color, hasta que la caricatura muestra toda su espléndida fealdad, una obra colectiva más expresiva de lo que tú hayas sido nunca. Todo es oral, fluido, turbulento, un tejido de cotilleos, rumores, calumnias y chismorreos que finalmente se parecen a ti tanto como se parece una muñeca vudú, esas que tienen tu cara y en la que tus enemigos clavan las agujas, haciéndote sentir pinchazos en el corazón y en el hígado.
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La ilusión más estúpida es pensar que la posteridad te hará justicia.
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Habitualmente, las cosas funcionan más o menos así: un autor escribe de forma excelente mientras es amigo de alguien. Cuando los amigos se pelean, empieza de repente a escribir mal. Cuando hacen las paces, ¡qué milagro! ¡Vuelve a escribir de maravilla, incluso mejor que antes! Así que oiréis siempre voces que alaban mis libros hasta un determinado momento, y que se lamentan después de mi decadencia actual.
[Impedimenta. Traducción de Marian Ochoa de Eribe]