Claro que la habían asesinado. Se trataba de la señora Mayhew, de sesenta y dos años, una viuda que vivía con el dinero de su pensión en una casa en Dungness Road, Watford, al lado de la salida de la autopista. Cuando llegamos a su casa, la encontramos saqueada. Los ladrones no habrían obtenido más de setenta libras aparte de lo que se llevaron, más las diez libras que, según los vecinos, solía guardar para hacer la compra. Lo que no habían podido llevarse estaba destrozado y uno de ellos se había cagado en el suelo del salón. En la calle, todavía se veían las huellas donde aquellos perturbados la habían arrastrado por el fango hasta el coche, para luego arrojarla a la autopista cuando se dirigían a todo gas hacia el norte.
Nunca pillaron a los asesinos y la muerte de la señora Mayhew se mereció poco más que cuatro líneas en el diario local.
Esa es la razón por la que, cuando crearon el departamento de Muertes Inexplicadas, también conocido como el A14, fui el primero en alistarme. Por eso decidí seguir siendo policía, justo en un momento en que había empezado a pensar que era una profesión de perros y había considerado mandarlo todo al diablo.
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Las cosas eran diferentes cuando era un agente joven, antes de casarme. Recuerdo cómo era el centro de Londres por aquella época, antes de que las cosas se pusieran tan mal: la gente, curtida por la adversidad, no tenía nada que ofrecer salvo la música que llevaba dentro y que echaba a través de sus armónicas en las esquinas, si no se dedicaba a cantar.
Al principio me sentía imbécil cuando estaba entre esas personas, vestido de uniforme con mis botones brillantes y el casco que me cubría la nariz. Sin embargo, después de un tiempo llegué a entenderlas. Las observaba durante los turnos de día y de noche, tocando para los muros de su silencio interior. La mayoría de los polis no escuchan, por desgracia. Seguro que alguno se volvería más humano si aguzara un poco el oído.
[Ediciones Ámbar. Traducción de Mario Sureda]