martes, septiembre 15, 2020

Una obra maestra, de Charles Willeford



-James –dijo muy serio–, sé mucho más de usted de lo que piensa. Rara vez se me escapa uno de sus artículos de crítica y creo que escribe de arte con gran conocimiento y agudeza.
-Gracias.
-Le estoy siendo franco, James. No soy de los que se prodigan en elogios. Un crítico de segunda no se los merece y uno de primera no los necesita. En mi opinión, va usted camino de convertirse en uno de los mejores críticos jóvenes del país. Y por lo que he podido averiguar, es lo bastante ambicioso como para llegar a ser el mejor.

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-[…] A cambio de la entrevista, quiero que robe un cuadro para mí.
Solté una carcajada.
-Y después de robarlo, lo único que tengo que hacer es traérmelo de Francia, ¿no?
-Se equivoca. Y no voy a decirle nada más hasta que se comprometa a hacerlo. Sí o no. A cambio de la entrevista, le robará un cuadro a Debierue y me lo dará a mí. Si no hay cuadro, no hay entrevista. Piénselo.
-¿Hipotéticamente?
-No, nada de hipotéticamente. En realidad.

El papel del coleccionista es casi tan importante para la cultura mundial como el del crítico. Sin los coleccionistas apenas se produciría arte en este mundo, y sin los críticos, los coleccionistas no sabrían qué coleccionar. Ni siquiera los coleccionistas conocedores del arte se la jugarían sin la confirmación de un crítico. Coleccionistas y críticos mantienen esa incómoda relación simbiótica. Y los artistas, esos pobres cabrones, que están en medio, se morirían de hambre sin nosotros.

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Un artista creativo no pinta nada delante un atril de conferenciante, y esto es aplicable a los poetas y a los novelistas tanto como a los pintores.

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Cualquier artista verdaderamente radical con ideas originales que viva lo suficiente no solo será aceptado por el mundo en general, sino que será admirado, incluso reverenciado, por su perseverancia, también por las personas que detesten todo cuanto representa.


[RBA Libros. Traducción de Pilar de la Peña Minguell]