jueves, septiembre 17, 2020

El club, de Leonard Michaels

 

 

Las mujeres querían hablar de ira, de identidad, de política, etcétera. Por Berkeley veía anuncios que las animaban a unirse a grupos. Veía a sus líderes en televisión. Rostros fuertes, articulados. Así que, cuando Cavanaugh me llamó y me invitó a unirme a un club de hombres, me reí. Despacio, sin reírse, lo repitió. Medía más de dos metros. Su altura y peso impregnaban su voz. Él y unos amigos querían montar un club.
-Una oportunidad para socializar de forma regular fuera de nuestros trabajos y matrimonios. Nada que ver con los grupos de mujeres.

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Por miserable que suene, cualquier oportunidad de socializar que no tuviera que ver con mujer, hijos, casa y trabajo parecía una forma de adulterio. No era un crimen. Pero tampoco legítimo.

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Clubes de hombres. Grupos de mujeres. Sugerían trastornos irremediables. Pensé en Sócrates: en cómo los chicos, y no su mujer, lo adoraban. Y en Karl Marx yendo por ahí con Engels mientras Jenny se quedaba en casa con los niños. Quizá a los hombres les iba el ocio más que a las mujeres. Un club de hombres, comparado con uno de mujeres, era ocio. Frívolo; casi un insulto. Dejaba fuera a las mujeres. Pero estaba dándole demasiadas vueltas. Un club de hombres no excluía a las mujeres. Tampoco excluía a los canguros. Solo incluía a los hombres. Me lo imaginé explicándole esto a Sarah. “Verás, a los hombres les encanta el ocio”. No sonaba convincente.

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Volví a pensar en las mujeres. Ira, identidad, política, derechos, injusticias. Las envidiaba. Parecía interesante formar parte de un colectivo en desventaja de nuestra sociedad. Las desventajas te dan algo por lo que luchar, te hacen moralmente superior, te dan seriedad. ¿Qué nos quedaba a los hombres hoy día? Ya lo tenían todo. ¿Necesitaban clubes? La mera visión de dos hombres juntos sugiere un club.

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-Hasta ahora –dije–, he escuchado tres historias sobre lo mismo. Cavanaugh lo llama amor. Yo lo llamo historias sobre la otra mujer. Con esto me refiero a la mujer que no es tu esposa. A vosotros solo os resulta interesante la otra. Si antes no hubiera una esposa, no podría haber otra mujer.
[…]

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-¿Quiere hablar contigo? –pregunté.
-Soy médico. Incluso en las fiestas la gente se acerca a pedirme opinión. “Terry, no debería hablar de asuntos profesionales en estas circunstancias, pero mi tía Sophie tiene una verruga en el culo. Quiere que lo sepas”.
-¿Y qué pasa con Nicki? Estaba llorando al teléfono –dijo Kramer.
-Siempre hace lo mismo. La historia de Marilyn me ha recordado a una pelea que tuvimos cuando estaba en la facultad de Medicina de Montreal. Vivíamos en un piso de dos habitaciones encima de una tienda de alimentación. Fue un sábado por la mañana. Estaba estudiando en la mesa de la cocina. ¿Puedo contar esta historia?
-Solo si es deprimente –dijo Berliner.

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[…] La forma en que las relaciones entre las personas fracasan, cualquiera pensaría que se juntan para separarse y tener algo de qué hablar después. No hay nada que decir sobre una relación que va bien, ¿no? ¿Quién querría escucharlo? En cuanto al matrimonio, es una naturaleza muerta. Como esta mesa con platos y copas. No se mueve. Te encuentras con un viejo amigo, le das la mano y dices: “¿Qué tal?”. Él dice: “Me casé el mes pasado”. Se te rompe el corazón. Pobre chico. No solo no pasa nada, sino que pronto será un desgraciado. “Genial”, dices. Ya te mueres por librarte de él. No es que no te caiga bien, pero es horrible estar ahí mintiendo…, es decir, incapaz de contarle realmente qué es de tu vida. Que tienes seis relaciones, planeas un viaje a Roma y acabas de comprarte un nuevo Porsche. Él quiere que vayas a cenar y conocer a su mujer, pero no sabes cuándo. Lo llamarás, dices. Él te suplica que no te olvides. Lo prometes, pero no vas a llamar nunca. Nunca. Antes llamarías a la morgue de la ciudad. […]


[Malas Tierras. Traducción de Nicolás Cañete]