martes, junio 16, 2020

Berg, de Ann Quin



Un hombre llamado Berg, que cambió su nombre por Greb, llegó a una ciudad costera con la intención de matar a su padre…

**

Debería regresar pronto, entrar en la habitación, sorprender al viejo solo, un golpe, no hacía falta más, o un buen apretón en torno al cuello, aquella carne hebrosa, correosa, retorcerla como uno haría con un pollo, ¿y lo que quedara? Un cadáver infestado de moscas, despatarrado en la planta superior de una casa podrida ya por exceso de ideales. Si pudiera trazar tan solo una línea bajo la superficie de mis supuestos, ¿llegaría un punto en que la claridad suplantase al caos de lo que había sido? El sentido trágico del destino es inherente a todo hombre; pero yo desafío al hado, yo soy el único responsable de cada acción, de cada escena; desde mi nada crearé la idea, contemplaré lo que he imaginado y solo de ahí brotará la totalidad de mis actos.

**

Siempre este deseo supremo de apurar la carcasa; ¿puede la forma del cuerpo ser el alma, qué manifestación externa revela al fin nuestros sentimientos más íntimos? Aun así hay suficiente verdad en estos pasos que doy, en este cigarrillo que prendo, en esa hoja aplastada en una grieta de la acera y en la mujer que acabo de dejar hecha un mar de lágrimas. Pero una vez integrado es cuando empiezo a hacer preguntas, a demandar. Rodeado de muchos bloques de pisos: ojos cuadrados, bocas cosidas, árboles escamondados, cristales rotos y mi sombra escabulléndose por las esquinas.

**

Alistair Berg, alias Greb, viajante de comercio, vendedor de pelucas, de tónico capilar, amante paranoico, ¿se declara culpable? Sí. Culpable de todo aquello que la condición humana trae consigo; culpable de entregarme en exceso; culpable de defenderme; de defraudar a otros; culpable de amor; de amar demasiado, o no lo suficiente; culpable de actos provincianos, de cumplir deseos universales; de martirio consciente; de masoquismo inconsciente. Horas muertas, dedos inquietos. Alistair Charles Humphrey Greb, alias Berg, se le condena a cadena perpetua hasta que llegue el día en que pueda demostrar que merece la muerte.

**

Entrevió su propio reflejo: maquiavélico como poco, bastante sorprendente ver cuánto revelaba en realidad la superficie de lo que solo en parte sentía. Qué demacradas tenía las mejillas, visiblemente hundidas, que volvían enormes sus ojos, el cuello moteado, de cigüeña. Se sentó en la cama. De algún modo la situación había adquirido proporciones exageradas. No tardaría mucho en ponerse enfermo de la preocupación, si no lo estaba ya. Quizá mejor marcharse, de inmediato, largarse de aquel lugar, de la ciudad, olvidarse de todo aquello. 

[Malas Tierras & Underwood Editorial. Traducción de Ce Santiago y Axel Alonso Valle]