sábado, abril 18, 2020

El delito de escribir, de J. Rodolfo Wilcock



A menudo la literatura se convierte en un instrumento de poder; quien tiene las riendas del poder, desde ese momento las tiene bien sujetas. La cultura se encierra en casa y se hace representar por su sierva que es la subcultura.
El mundo literario tiene entonces su gobierno que, como todos los gobiernos, tiende a satisfacer ante todo las aspiraciones de los más brutales, es decir, de los más fuertes, de entre sus súbditos.
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De vez en cuando, en el reino literario, estalla una revolución; pero se sabe que las revoluciones perceptibles, pasada la euforia y la sensación de movimiento, vuelven siempre al sistema de gobierno precedente, aunque bajo otro nombre.
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Los premios literarios no se conceden al mérito sino que son resultado de negociaciones, no necesariamente turbias, sobre consideraciones que abarcan desde lo que en otras administraciones suele llamarse "escalera mecánica" al certificado de antigüedad, o al de la pobreza o de forma opuesta a ese mucho más común de ingresos considerables, o a la pertenencia a determinadas corrientes políticas, etcétera.
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No hay motivo para quejarse: la injusticia es el justo castigo para quien se ofrece al juicio de sus inferiores.

[Del texto "Sobre el delito de escribir"]

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A un joven intelectual, moderadamente dotado de vigor, de inteligencia y de ambición, lo inician hoy pronto en los misterios de la hermandad literaria.
Antes de nada, debe publicar un librito de poesía: recibirá desde luego algún aplauso. Después, con tres cuatro ensayos o reseñas rebajará a otros tantos escritores extranjeros más o menos contemporáneos, y elogiará con ligeras reservas a uno o dos autores nacionales; los aplausos se harán todavía más cordiales. La norma profesional, las convenciones de la carrera, exigen ahora una novela, en todo caso una nouvelle de al menos ciento veinte páginas; el joven de carrera cumple con esta obligación y se le declara literato militante; generalmente es un veterano, veterano de cien o doscientos elzevirios y de dos o tres partidos políticos, el que le da el espaldarazo.

[Del texto "Iniciaciones literarias"]

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Como en el fondo el arribista es un ser inseguro, la cultura del arribismo es también una cultura de la inseguridad. De ahí derivan los rasgos a veces enfermizos que se observan en el arribista, provocados por su apasionada y continua actividad, que tiende únicamente a procurarse un triunfo que le parecería inalcanzable mediante un comportamiento social realmente constructivo. Esto explica por qué el arribista es además un individuo fundamentalmente negativo e hipercrítico, cuyas energías se orientan hacia el sentido de la destrucción. Y esto parece verdad particularmente en el ámbito del arribismo intelectual.
Las características mismas del mundo intelectual hacen que el comportamiento arribista alcance niveles de gran sofisticación destructiva. La naturaleza intrínsecamente negativa del intelectual arribista tiende a reducir por mucho su capacidad creativa. Y esta limitación, que determina la falta sustancial de originalidad de su talento, es precisamente lo que le empuja hacia formas de comportamiento arribistas como único medio para alcanzar un triunfo que le parece altamente complicado si se busca a través del ejercicio creativo de un talento original que él no posee.
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Puesto en esta situación, el intelectual hipercrítico y negativo no puede hacer otra cosa que multiplicar sus esfuerzos destructivos sin cuartel. Para ello, hay varias posibilidades de acción que se le ofrecen al mismo tiempo: la crítica negativa cuyo fin no es el de valorar sino el de destruir; la tergiversación; el chismorreo y la calumnia, si es posible de forma enmascarada, y la broma de mal gusto; por último, la práctica organización de campañas de silencio destinadas a eliminar a un competidor al que hace falta cerrarle el camino.
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Pero lo que el arribista no consigue entender bien es el alto precio intelectual y psicológico que tiene que pagar por el ejercicio de estas técnicas de competición y que en buena medida podría explicarle su propia frustración y su propio fracaso.

[Del texto "Los arribistas"]


[Libros de la Resistencia. Traducción de Rosa de Viña]