jueves, febrero 06, 2020

El árbol de las brujas, de Ray Bradbury



Las calabazas del Árbol no eran meras calabazas. Cada una de ellas tenía una cara. Cada cara era una cara diferente. Cada ojo era el ojo más extraño. Cada nariz era la nariz más fantasmagórica. Cada boca sonreía repulsivamente de algún nuevo modo.
Debía de haber unas mil calabazas en aquel árbol, colgadas muy arriba y en todas las ramas. Mil sonrisas. Mil muecas. Y dos veces mil miradas torvas y guiños y parpadeos de ojos recién cortados.
Y mientras los muchachos miraban, ocurrió algo nuevo.
Las calabazas se animaron.

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-¿Y es ese el origen de la Noche de las Brujas?
-Esas largas meditaciones nocturnas, muchachos. Y siempre allí, en el centro, el fuego. El sol. El sol sucumbiendo para siempre bajo el cielo frío, aterrorizando al hombre primitivo. Aquella era la Gran Muerte. Si el sol desaparecía para siempre, entonces ¿qué?
»Y a mediados del otoño, mientras todo moría, los hombres-monos se agitaban en sueños, recordaban a los muertos del año anterior. Los espectros llamaban desde dentro de las cabezas. Recuerdos, eso son los espectros, pero los hombres-monos no lo sabían. Detrás de los párpados, en las horas tardías de la noche, aparecían los espectros de la memoria, saludaban, bailaban, y entonces los hombres-monos despertaban, echaban ramitas al fuego, lloraban, se estremecían. Podían ahuyentar a los lobos, pero no a los recuerdos, no a los fantasmas. Entonces se acurrucaban, rezaban pidiendo que llegase la primavera, vigilaban el fuego, agradecían a dioses invisibles las cosechas de frutos y bayas.
»¡Noche de Brujas, en verdad! Hace un millón de años, en el otoño, en una caverna, con las cabezas pobladas de fantasmas, y el sol perdido.

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Todos silbaron.
Y obedientes al llamado, las turbamultas, los tropeles, el aluvión, la muchedumbre, el furibundo torrente de monstruos, bestias, vicios desenfrenados, virtudes trasnochadas, santos descartados, orgullos mal entendidos, pompas huecas, se filtraban, se escurrían, se deslizaban, acometían, corrían temerarios y escalaban los muros de Notre Dame. En una marejada de pesadilla, en un tumultuoso oleaje de alaridos y trastabillones inundaron la catedral para incrustarse en todos los piñones y voladizos.

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-¿Veis, hijos? ¡Pensad! La gente desaparecía para siempre. Morían, oh Señor, morían, pero volvían en sueños. A aquellos sueños se los llamaba Fantasmas, y aterrorizaron a los hombres de todas las épocas…
-¡Ah! –gritaron un billón de voces desde las buhardillas y los sótanos.
Las sombras trepaban por las paredes como viejas películas reproyectadas en antiguos cines. Nubecillas de humo flotaban en las puertas con ojos tristes y bocas balbucientes.


[Minotauro. Traducción de Matilde Horne]