lunes, enero 13, 2020

Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh



Cada vez que me despertaba, de día o de noche, me arrastraba por el luminoso vestíbulo de mármol de mi edificio y subía por la calle y doblaba la esquina donde había un colmado que no cerraba nunca. Me pedía dos cafés grandes con leche y seis de azúcar cada uno, me tomaba de un trago el primero en el ascensor de regreso a casa y luego a sorbos el segundo, despacio, mientras veía películas y comía galletitas saladas con formas de animales y tomaba trazodona y zolpidem y Nembutal hasta que volvía a dormirme. Así perdía la noción del tiempo. Pasaban los días. Las semanas. Unos cuantos meses. Cuando me acordaba, pedía comida al tailandés de enfrente o una ensalada de atún a la cafetería de la Primera Avenida. Me despertaba y me encontraba en el móvil mensajes de voz de peluquerías o spas confirmando citas que había reservado mientras estaba dormida. Llamaba siempre para cancelarlas, y odiaba hacerlo porque odiaba hablar con la gente.

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No puedo señalar ningún acontecimiento concreto que provocase mi decisión de hibernar. Al principio, solo quería unos sedantes para acallar mis pensamientos y mis juicios, ya que el aluvión constante me ponía difícil no odiar todo y a todos. Creía que la vida sería más llevadera si el cerebro tardaba más en condenar el mundo a mi alrededor.

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Nada tenía visos de realidad. Dormir, despertar, todo parecía un vuelo gris y monótono a través de las nubes. No mantenía conversaciones mentales conmigo misma. No había mucho que decir. Así supe que el sueño estaba surtiendo efecto: cada vez estaba menos apegada a la vida. Si seguía adelante, pensaba, desaparecería completamente y luego reaparecería bajo una nueva forma. Esa era mi esperanza. Ese era mi sueño.

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Nos sentamos en el sofá, yo con mu segundo café y con mi bote de muestra de Infermiterol, Reva con su helado de yogur de fresa desnatado. Vimos lo que quedaba de peli porno en completo silencio. Después de un día entero meditando sobre la muerte, era un gusto ver a gente liándose. "Procreación –pensé–. El ciclo de la vida". En la escena de la mamada, me levanté a mear. En la escena de comida de coño, Reva se levantó y vomitó, creo. Luego fue a la cocina a buscar un sacacorchos, abrió una botella de vino del funeral, volvió al sofá y se sentó. Nos fuimos pasando la botella y vimos cómo se escurría el esperma por la cara de la chica. Se le quedaron pegotes en las pestañas postizas.

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Había bebido de más. Me tumbé en el sofá. Luego me dio hambre, así que me comí el budín de plátano y vi Frenético tres veces seguidas; me tomaba unas cuantas pastillas de Orfidal cada media hora o así, pero seguía sin poder dormir. Vi La lista de Schindler, que esperaba que me deprimiese, pero solo me enfureció, y luego salió el sol, así que tomé Lamictal y vi El último mohicano y Juego de patriotas, pero aquello tampoco surtió efecto, así que me tomé unas cuantas pastillas de Placidyl y volví a poner El juego de Hollywood. Cuando terminó, miré la hora en el reloj del vídeo. Era mediodía.


[Alfaguara. Traducción de Inmaculada C. Pérez Parra]