Doy por sentado que toda persona instruida sentirá cierto interés por la vida personal de Emmanuel Kant, aunque le hayan faltado afición y oportunidades para conocer sus ideas filosóficas. Los grandes hombres, aun cuando caminen por senderos poco comprensibles, siempre serán objeto de la curiosidad general. Considerar a un lector del todo indiferente a Kant, significaría negarle cualquier estímulo intelectual; por consiguiente, aunque realmente no estuviera interesado en Kant, sería un mandamiento de la cortesía decir que sí le interesa. Así que no me disculparé ante ningún lector, ya sea filósofo o no, godo o vándalo, huno o sarraceno, por robarle algo de su tiempo con un breve esbozo de la vida y costumbres domésticas de Kant, basado en informes auténticos de sus amigos y discípulos.
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Pero regresemos al modo en que transcurría el día de Kant. Inmediatamente después de que se quitara la mesa, salía al aire libre para caminar un poco. Aquí, sin embargo, no llevaba a ningún acompañante, en parte quizá porque después de la charla y la relajación creía necesario volver a sus meditaciones, en parte (como he sabido casualmente) por el motivo peculiar de que sólo quería respirar por la nariz, lo que era imposible si tenía que abrir constantemente la boca para hablar. Esto lo fundamentaba diciendo que el aire llegaba hasta los pulmones por un camino más largo, así podía calentarse y suavizarse, no causando irritaciones.
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Kant despreciaba toda comodidad y toda blandura; con el clima más duro le bastaban cinco minutos para quitar el incipiente frío de la cama con su calor corporal. Si tenía que abandonar su habitación por la noche (estaba siempre a oscuras, ya fuese de día o de noche), se orientaba por un cordel dispuesto al efecto, que todas las noches ataba a la pata de la cama y que conducía a la habitación contigua.
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Como ocurre con frecuencia en estos casos, conservaba una memoria espléndida sobre acontecimientos lejanos de su vida y podía recitar, con asombrosa exactitud, largas estrofas de poemas alemanes y latinos, especialmente de la Eneida, mientras que se olvidaba de las palabras que acababa de decir. El pasado aparecía en primer plano con la vivacidad y claridad de una experiencia inmediata, mientras que el presente se hundía en la noche de los tiempos.
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El 3 de febrero los hilos de su vida parecieron haber perdido su tensión, pues ya no comió nada. A partir de ese día su existencia se pareció al último ímpetu de una vida de ochenta años después de haberse detenido el mecanismo. El médico vino todos los días a la misma hora y convinimos en que yo estuviese siempre presente.
[Valdemar. Traducción de José Rafael Hernández Arias]