viernes, noviembre 23, 2018

Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick


En Navona acaban de reeditar este extraordinario libro, miscelánea de géneros, impecable de principio a fin: misma traducción, distinto prólogo, y un tipo de letra más grande, que sin duda facilitará la lectura. Con dicha reedición recordé que tenía por casa la ed. de Duomo, y por fin me puse a leerlo. Compradlo, leedlo despacio, subrayad o copiad pasajes: la prosa de Harwdick os deslumbrará. Aquí van unos extractos: 

Si pudiéramos saber qué debemos recordar o fingir que recordamos… Que bastara con tomar una decisión y, de todas las que se han perdido, volvieran a aparecer las cosas que deseamos. Y que pudiéramos cogerlas como cogemos una lata de la estantería. Tal vez. La etiqueta de una podría rezar "Rand Avenue, Kentucky", y habría quien la recordaría como real. Dentro de la lata, los porches invernales cada vez más oscuros, la rejilla del gas, el hormigueo.

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A principios de junio hizo calor. Me fui de viaje y, naturalmente, de repente todo era nuevo. Cuando viajas, lo primero que descubres es que no existes. El polemonio en flor, de un púrpura desvaído; en la ladera de la colina, pinos fálicos. Extranjeros bajo los soportales, en las cesterías. La calima desdibujaba el contorno de las colinas. Un cielo sucio y agotador. El verano ya parecía a punto de fallecer. Pronto recogerían los botes y amarrarían los ferries al muelle.
Buscando lo fosilizado, buscando algo: personas y lugares densos y revestidos de una forma definitiva. Y en cambio, lo que hay son muchos pececillos, muchísimos, nadando libremente, temblando, atentos a escapar de la red.

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Ella y la señorita Cramer se encuentran en la esquina y ambas se detienen unos instantes. Hace tanto viento que una botella de cerveza cae rodando a la alcantarilla. Ambas son intrépidas, se miran con amargura, con esa inviolabilidad suya, virginal y terrible, con su dolorida pureza. No son otros de tantos casos, no rellenan solicitudes ni esperan la llegada del correo. Son gladiadoras, criaturas de las trincheras acostumbradas a las calles de noche, a la inclemencia del tiempo, al dolor de las piedras y el picor de la suciedad. Durante unos pocos segundos, en la esquina se toparon una fuerza enloquecida y una resistencia espantosa, hostilidad y pesadillas, pero no aprecié señal de reconocimiento alguna. Estas dos mujeres no saben qué aspecto tienen y tampoco pueden ver sus vidas y, así, vagan en su espantosa libertad como viejos bueyes abandonados de los que nadie se ocupa.

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No se puede echar de menos durante mucho tiempo a quien no deja nada a su paso.

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Mi padre está leyendo y fumando en la habitación de al lado de la buhardilla. Puede que esté un poco borracho; es de noche. Ella se cubre los brazos con la manta y contempla la luz de la luna que se filtra a través de las cortinas de flores. Los años no parecen reales: los números no son más que palabras, cinco años, diez años, cuarenta. Podrían ser nombres, para el caso: casa, calle, garaje.
No creo que estén pensando en la juventud que perdieron. No creo que le tengan miedo a la muerte. Dudo que se pregunten si se aman o si son felices. Utilizar estas dos palabras, la una o la otra, para referirse a lo que sienten no parece muy preciso. Con todo, están vivos, llenos de opiniones, de objeciones, tal vez incluso de ideas. De todos modos, la noche es buena porque conduce al día, a los zapatos y a las medias, al café, a la monotonía y la repetición; buena, sobre todo, para ella, que quizá tenga ganas de despachar todas sus tareas de una vez.


[Duomo Ediciones. Traducción de Marta Alcaraz]