lunes, octubre 29, 2018

2001. Una odisea espacial, de Arthur C. Clarke



Tras cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues tal es la proporción numérica con que los muertos superan a los vivos. Desde el alba de los tiempos, aproximadamente cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta Tierra.
Y es en verdad un número interesante, pues por curiosa coincidencia hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestro universo local, la Vía Láctea. Así, por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese Universo.

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Había otros pensadores –Bowman lo hallaba así también– que sustentaban puntos de vista aún más avanzados. No creían que seres realmente evolucionados poseyeran en absoluto un cuerpo orgánico. Más pronto o más tarde, al progresar su conocimiento científico, se desembarazarían de la morada, propensa a las dolencias y a los accidentes, que la Naturaleza les había dado, y que los condenaban a una muerte inevitable. Reemplazarían su cuerpo natural a medida que se desgastasen –o quizás antes– con construcciones de metal o de plástico, logrando así la inmortalidad. El cerebro podría demorarse algo como último resto del cuerpo orgánico, dirigiendo sus miembros mecánicos y observando el Universo a través de sus sentidos electrónicos… sentidos mucho más finos y sutiles que aquellos que la ciega evolución pudiera desarrollar jamás.
Hasta en la Tierra se habían dado ya los primeros pasos en esa dirección. Había millones de hombres, que en otras épocas hubiesen sido condenados, que ahora vivían activos y felices gracias a miembros artificiales, riñones, pulmones y corazones. A este proceso sólo cabía una conclusión… por muy lejana que pudiera estar.

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Se encontraba, pues, de nuevo en el espacio, pero una simple ojeada le dijo que estaba a siglos-luz de la Tierra. Ni siquiera intentó encontrar ninguna de las familiares constelaciones que desde el comienzo de la Historia habían sido las amigas del hombre, quizá ninguna de las estrellas que destellaban en derredor suyo habían sido contempladas jamás por el ojo humano a simple vista.


[Debolsillo. Traducción de Antonio Ribera]