martes, junio 19, 2018

El alma del rostro, de Tullio Pericoli


Un libro importante, por ejemplo, cambia a quien lo ha escrito; se graba también en su fisonomía. Si te llamas Gabriel García Márquez y escribes Cien años de soledad, no puede por menos que cambiarte, desde el momento en que se convierte en una novela de difusión mundial. Lo que el libro transmite acaba por modificar tu propia imagen: es como si tu identidad hubiese de corresponderse con la divulgada por el libro.
Estoy convencido de que una obra literaria importante y decisiva le cambia a uno hasta la cara. Pensemos en Beckett: creo verdaderamente que su cara fue modelada en parte por sus escritos.

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Los retratos son relatos. Se trata de aprender a leer estos relatos. Cuando vemos un rostro, es tan fuerte la necesidad de interpretarlo que a veces acabamos por no verlo. Para verlo tenemos que separar la visión de la interpretación: tenemos que dejar de leer los trazos para leer la forma. La dificultad del retrato está precisamente en poner juntos estos dos momentos. Cuando se trata de caras de amigos es todavía más difícil.
El retrato es también, siempre, un relato incompleto, en curso de escritura, cuyo futuro se debería lograr imaginar. Hay retratos que con el tiempo se hacen más parecidos.

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El retrato fotográfico es el retrato del pasado. De algo muerto, que muere en el momento en que tiene lugar la toma. La máquina fotográfica no es capaz de prever lo que puede acontecerle después al rostro, ya que para el ojo mecánico no existe. Por el contrario, el retrato, dibujado, pintado, puede aspirar a vivir también del después y a contar algo que todavía no existe. Alguna vez me ha sucedido, para mi satisfacción, hacer retratos que han crecido en el tiempo, como si los rostros, por no sé qué juego extraño y mágico, se hubiesen aproximado al retrato ya hecho. Hawthorne hablaba de "retratos proféticos".


[Ediciones Siruela. Traducción de María Condor]