viernes, diciembre 29, 2017

Soleá, de Jean-Claude Izzo


La vida apestaba a muerte.
Tenía eso en la cabeza, ayer por la tarde, cuando entré donde Hassan, en el Bar des Maraichers. No se trataba de una de esas ideas que a veces te pasan por la mente, no: realmente olía la muerte a mi alrededor. Su olor a podrido. Repugnante. Me pasé la nariz por el brazo. Me dio asco. Era ese olor, el mismo. Yo también apestaba a muerte. Me dije: "Tranquilízate, Fabio. Vuelves a casa, te das una duchita y, tranquilamente, te coges la barca. Un poco del frescor del mar, y todo volverá a su sitio, verás".

**

Me doblé sobre el fregadero de la cocina. Pero no tenía nada que vomitar. Ni los pulmones siquiera. ¿Dónde estaba esa época en la que con la primera calada del primer cigarro se me metían para adentro todas las ganas de vivir? Lejos, muy lejos. Los demonios que me devoraban el pecho no tenían ya mucho donde hincar el diente. Porque el hábito de vivir no es una auténtica razón para vivir. Las ganas de vomitar me lo recordaban cada mañana.

**

Dio un trago de vino y siguió:
-La venganza no conduce a nada. Como el pesimismo, ya se lo dije. Lo único que hay que tener es determinación.
Me miró y añadió:
-Y ser realista.
Realismo. Para mí, esa palabra no servía más que para definir el confort moral, los actos mezquinos y los olvidos indignos que los hombres cometían cada día. El realismo era también la máquina apisonadora que permitía a los que tienen poder, o retazos, migajas de poder, en esta sociedad, aplastar al resto.

**

Y yo me descubría tal como era en realidad. Desatento con los demás. Incluso con aquellos a los que amaba. Incapaz de oír sus angustias, sus miedos. Sus ganas de vivir, a veces ni eso, y date por contento. Vivía en un mundo en el que no les hacía sitio. Me relacionaba con ellos, más que compartir. Aceptaba todo de ellos, a veces con indiferencia, dejando de lado, a menudo por pereza, lo que podía decir o hacer que me disgustaba.


[Ediciones Akal. Traducción de Matilde Sáenz]