martes, septiembre 26, 2017

En el barco de Ise. Viaje literario por Japón, de Suso Mourelo


Llega en ocasiones durante el viaje un momento en que se produce una embriaguez: el desapego. Un tiempo en que el alma flota y los pies se aligeran. El pasado se empequeñece y el futuro no existe. Solo lo que ocurre cuenta. Aparece tras tiempo de alejamiento, de abandono de los rituales. Tras oír docenas de voces ajenas y escuchar la de uno mismo. A veces sucede en un lugar hermoso, en un barco o en un tren, y siempre alcanza al peregrino en soledad. A mí me invadió en Tottori, una ciudad deslavazada e impersonal, de camino a un mar de dunas.

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Me había levantado tarde, vencido por la deuda de sueño contraída en Hiroshima. Tomé té con mandarinas y salí a la mañana. La vida andaba a cámara lenta, a paso de domingo. Los rostros danzaban como hermosos fantasmas de un sueño.
Oí una canción.
Era yo quien cantaba. Me habían contado que las melodías salen solas en momentos de miedo. Acababa de descubrir que también ocurre al contrario.

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Le dije que mi encuentro con más mujeres que hombres venía a compensar una carencia: salvo Takasue no musume, la autora de aquella antigua crónica de viajes, y algunas poetas mi mapa literario lo habían trazado hombres. Los novelistas que me guiaban eran varones. Los escritores japoneses de los últimos siglos traducidos a lenguas occidentales son hombres y yo había elegido no seguir autores vivos. Las mujeres reales serían el contrapeso a las heroínas románticas y a las mujeres fatales de las novelas del siglo XX.
-Creo que si leo relatos de hombres y solo hablo con hombres me perderé la mitad del país.

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Traicionaría a Hiroshima quien prescindiera de su pasado, pero lo haría también quien solo buscara eso. ¿Qué sentido tendría un viaje andamiado solo en los parajes de la historia? Cada viajero emprende un rumbo distinto a un mismo destino. Para el peregrino el camino es un viaje a las personas. Todo lo que conduce a ellas –novelas, historia, leyendas, arte, naturaleza– son las excusas.

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Un viaje acaba, también, porque el viajero se vuelve algo impermeable. Porque los instantes de asombro se vuelven más extraños. Hay una nostalgia en el final, cuando el nómada deja de serlo. Cuando no desea o no puede seguir más huellas. Cuando descubre que cuando regrese a ese lugar ya no lo hará como peregrino.


[La Línea del Horizonte Ediciones]