viernes, septiembre 01, 2017

Apegos feroces, de Vivian Gornick


Que un libro cuente con el elogio de Jonathan Lethem suele ser, al menos para mí, una garantía. Y ya no digamos si firma el prólogo, como es el caso. Apegos feroces es el título de las memorias de Vivian Gornick, unas memorias que no son para nada al uso: no llega a las 200 páginas, no todo lo que cuenta es favorable para ella y su familia y suele partir de los paseos que se da con su madre por la ciudad para enlazar, por un lado, las conversaciones en las que a menudo acaban discutiendo y, por el otro, los recuerdos del pasado. La relación con su madre es el centro, el eje, sobre el que gravita el libro: de hecho, es un detalle que ya anuncia el título… hay apegos, pero no son de naturaleza suave, sino que incluyen el enfrentamiento, la aspereza. La relación con esa madre, aunque es levemente tóxica, al cabo también es gratificante. Ya lo comenta Lethem en la introducción y mi lectura lo garantiza: hay en algo en la manera de narrar de Gornick que hace que, a ratos, nos identifiquemos con ella y con esas tensiones familiares que no duda un segundo en relatar. Aquí van unos extractos:

Todas éramos criaturas de experiencias inmediatas, ninguna de nosotras postergaba la gratificación. Nettie decía que me estaba animando a sacarme partido para poder sacar buena tajada, pero de hecho era ella la que estaba enganchada a la práctica diaria de la seducción. Mi madre decía que necesitaba el amor para experimentar la vida en un plano superior, pero de hecho el luto por su amor perdido era el plano más alto de vida que ella había alcanzado. Todas nos entregábamos a nuestros placeres. Nettie quería seducir, mamá quería sufrir y yo quería leer. Ninguna de nosotras sabía cómo imponerse una disciplina que condujese a la consecución de una vida femenina ideal y corriente. Y, de hecho, ninguna de nosotras lo logró.

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Durante el segundo año de mi matrimonio, el espacio rectangular hizo su primera aparición en mi interior. Estaba escribiendo un ensayo, un artículo de crítica del doctorado que, sin previo aviso, había dado como fruto una idea, una idea radiante y bien definida. Las frases comenzaron a abrirse camino en mi interior, pugnando por salir, cada una moviéndose ágilmente para sumarse a la precedente. De pronto me di cuenta de que una imagen se había adueñado de mí: vislumbré con claridad su forma y su contorno. Las frases intentaban ocupar la forma. La imagen era la totalidad de mi pensamiento. En ese instante, sentí que me abría en canal. Mi interior se vació para dar cabida a un rectángulo de aire limpio y espacio despejado, que comenzaba en mi frente y terminaba en mis ingles. En el centro del rectángulo, sólo mi imagen, esperando con paciencia para depurarse. Experimenté gozo cuando supe que nada más podría igualarlo. Ningún "Te quiero" del mundo podría tocarlo. Dentro de aquel gozo me sentía segura y erótica, emocionada y en paz, a salvo de cualquier amenaza o influencia. Comprendí todo lo que necesitaba comprender para poder actuar, vivir, ser.

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Siempre hemos paseado, ella y yo. Ahora no siempre salimos a pasear. Ahora tampoco discutimos siempre. Ya no siempre hacemos las cosas que solíamos hacer. Ya no existe un siempre. Las rutinas comienzan a resquebrajarse. Ese resquebrajamiento tiene sus propios placeres y sorpresas. De hecho, "sorpresa" es ahora la palabra clave entre las dos. No podemos depender del cambio, pero sí de la sorpresa. Sin embargo, tampoco podemos depender siempre de ella. Esto nos tiene entretenidas.


[Sexto Piso. Traducción de Daniel Ramos Sánchez]