martes, agosto 08, 2017

La vida breve de Katherine Mansfield, de Pietro Citati


Como los gatos, era discreta. Consideraba que jamás deberíamos hablar de nosotros con nadie, pues si hablamos, los demás irrumpen enseguida y pisotean como vacas la hierba de nuestro jardín. "¿Por qué insistes en negar tus emociones? ¿Te avergüenzas de ellas?", pregunta alguien a uno de los personajes de sus cuentos. El personaje (es decir, Katherine Mansfield) responde: "No me avergüenzo en absoluto, pero las tengo guardadas en un cajón y las saco sólo de vez en cuando, como los tarros de mermelada muy especiales, cuando la gente que aprecio viene a tomar el té".

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Siempre había intentado zafarse del sentido de finitud: exigía en todas las cosas lo ilimitado. Ahora se daba cuenta de que lo único infinito que los hombres pueden conocer es el dolor. En el sufrimiento humano no hay límite. El dolor es la eternidad. Cuando pensaba: "He llegado al fondo del abismo, no puedo descender más", continuaba hundiéndose. Y así una y otra vez, interminablemente.

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Hay personas a quienes la enfermedad les pertenece o que, más bien, pertenecen a la enfermedad. Katherine Mansfield no era una de ellas. Había nacido para llevar una vida activa y ardiente, y la enfermedad fue impuesta. Como escribió desde Suiza a un joven amigo, "estoy tuberculosa, pero la tuberculosis no me pertenece. Se trata de un horrible perro vagabundo que, desde hace cuatro años, persiste en seguirme, y yo intento abandonarlo entre estas montañas". Vivió exiliada "en la tierra oscura" de la enfermedad, recogió todas sus riquezas –palpitaciones, sufrimientos, escalofríos, depresiones, histerias, pesadillas, sudores mortales–, pero, en lugar de alejarla del mundo, la enfermedad la convirtió en una persona más intensa y viva.


[Gatopardo Ediciones. Traducción de Mónica Monteys]