lunes, mayo 29, 2017

Padre e hijo, de Larry Brown


Se anudó los cordones y se puso en pie para peinarse. Ya no le quedaba mucho negro, algún que otro mechón. Sin darte cuenta te hacías viejo. Se preguntó a dónde habría ido a parar todo ese tiempo. Como la guerra. Tan lejana y tan próxima. No parecía posible que hubiese pasado tanto tiempo, dejándole así. Lo que pensabas hacer mañana acababa por ser lo que tenías que hacer hoy. Podías pasarte toda la vida cagándola y al parecer eso era precisamente lo que él había estado haciendo.

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-¿Cómo va su pierna? –dijo el chico–. Le da problemas, ¿no?
-Va bien la mayor parte del tiempo. A veces tengo que usar un bastón, pero me las arreglo bastante bien casi siempre. Salgo y camino con regularidad, intento mantenerla en forma. Cuando te haces viejo como yo todo comienza a desmoronarse.

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Toda esta gente se sentiría unida durante un cierto número de horas o días de la manera en que solo una gran tragedia puede originar. Y luego sus vidas tendrían que seguir adelante y la pérdida se desvanecería para todos salvo para los que vivían en aquella casa. Se despertarían cada mañana junto a esa pérdida, se acostarían con ella cada noche. Se infiltraría en sus comidas, al hacer el amor, al sacar la basura. Hasta la cosa más ínfima la convocaría. Se iría haciendo cada vez más mortecina al cabo de mucho tiempo, pero nunca se iría del todo ni se clausuraría como al cerrar una puerta. Eso era lo que le resulta insoportable.

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Se preguntó cuándo aprendería la gente a no tocarle las pelotas. Siempre había alguien con ganas de tocarle las pelotas y ya estaba más que harto. Estaba hasta las mismísimas pelotas. No podías dejar que la gente te avasallara. Porque acabarían por pensar que podían hacerlo cuando se les antojase y no dejarían de hacerlo a no ser que tomases cartas en el asunto.


[Dirty Works. Traducción de Javier Lucini]