viernes, mayo 26, 2017

La habitación de las ahogadas, de Álex Portero


i


Alguien cree que la muerte se puede reparar.
Jorie Graham


Abandonada la idea de la voz gótica, veo partir mi propia vida a lomos del último bisonte. Crece una polifonía en algún punto de mi cerebro como un tumor de origen angélico que acaricia y mata. Solo sirvo para devorar juncos y allanar el camino a deidades que nada quieren decirme, soy algo bestial que canta con voz clara, semiótica desechada, semilla suspendida en hielo perpetuo, un hada con la cabeza abierta.

Las niñas ya no pintan runas sobre mi piel con los dedos mojados en la sangre de sus padres y lo echo de menos, han abandonado el bosque ante el avance de las telarañas y los desdentados. Han perdido la voluntad para seguir imaginando mi topografía y darle forma.

Danzo alrededor de la hoguera sin compañía –y sin fuego– como demostración de debilidad, como celebración de la estupidez, danzo con la insistencia terminal propia de las mentes atormentadas y los cuerpos exhaustos. Aquí me encuentro, soplando un cuerno contra el catabático, tiritando y soñando con la inanición y el sarmiento, rezando al espíritu de la ceniza para que se lleve la peste y las mantecas que me visten, girando alrededor de un agujero húmedo que no guarda memoria de las brasas. 

He olvidado las plegarias y las ha cubierto el musgo, puede que me siente a escuchar crecer mis uñas hasta que sean garras y pueda rascar la superficie verde de las piedras, quiero enfebrecer buscando relieves que me devuelvan la lengua de mi madre. Para entonces quizás quede algún espacio donde quepa la esperanza, donde pueda guardarse un pétalo fresco que cuente mi historia con sus nervaduras, ojalá no hayan desaparecido los augures si este día llega, ojalá queden vivas brujas de las flores o druidas de ojos nublados que no hayan enloquecido. Ojalá exista alguien que quiera recordarme.

**



xxi


El hombre de blanco se lleva el índice a los labios y tira del hilo que todo lo calla.
Yo golpeo las paredes hasta hallar la pauta
y comunicarme con claridad en el idioma de los nudillos y las lágrimas.

Nadie escucha.
Nadie entiende el significado de los garabatos rojos que adornan mis nalgas.
Nadie sabe.
De la imponente cantidad de dolor necesaria para escribir poesía.

También llevo el pecado de Eva clavado en la garganta,
el muerto que me da nombre os impide verlo,
pero lo llevo.
Conozco la rutina del potro y nunca me acuerdo de contarla,

sobrevuelo la noche de las cansadas
y deposito cornezuelo en los párpados de las que quieren olvidar su juventud.

En todo lo que escribo se percibe la vibración del Leteo,
todo es agua subterránea,
todo es corriente furiosa con la palabra
miseria depositada en los meandros,
todo es historia pasada y herida abierta,
todo es pulsión de locura o muerte.

He llegado al fin de las metáforas.
Y no quedan familiares a los que exigir luto, escándalo y tragedia.

He llegado al fin de las metáforas.
Y no encuentro la respiración adecuada para evitar la mordedura de la memoria.

He llegado al fin de las metáforas.
Y las niñas aplauden desde lejos mientras llueve sobre mi tumba.

He llegado al fin de las metáforas.
Y sigo sin querer escuchar las últimas palabras de los agonizantes.

He llegado al fin del poema.
Y no reconozco como mía una sola palabra escrita.

He llegado al fin del poema.
Y solo quedan trazos en la ceniza para decir, de forma convincente, adiós.

[Harpo Libros]