miércoles, enero 18, 2017

Incertidumbre, de Paco Inclán


A veces me pasa, aunque no siempre (casi nunca): pongo la oreja en la conversación de la barra de un bar y escucho un diálogo que capta mi atención. Me encuentro en la cafetería del hostal de Formentera donde me alojo, en el pequeño pueblo de Sant Ferran de Ses Roques, en la carretera principal que recorre la isla de este a oeste y viceversa. He viajado hasta este escondrijo del Mediterráneo huyendo de las Fallas; hay marzos en los que uno no tiene los cojones para mascletaes. Me he traído el ordenador y algunas notas sueltas escritas en varias libretas con la intención de aprovechar la soledad de este lugar para tratar de ponerlas en orden.

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Siento cierta curiosidad, excesiva quizás, por esas personas anónimas que de manera fugaz saltan a la fama durante un breve espacio de tiempo para luego desaparecer del ruido mediático y caer de nuevo en el olvido.

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Nadie me pregunta por mi objetivo aquí, lo de exponer sus objetos todavía no les resulta convincente, pero no importa: lo relevante es que han publicado una foto mía –el texto es lo de menos, la dictadura es de la imagen– en el diario más ojeado en los bares. Más que suficiente para ganarme el respeto del vecindario. Me siento algo abrumado, tendría que coger la sartén por el mango y aprovechar esta repentina popularidad, pero me aturullo. No sé si prefería el rol de presunto sospechoso o este nuevo de artista valenciano que se cierne sobre mí. Lo cierto es que el día que sale publicado el reportaje evito salir del contenedor. Llueve, pero no es por eso.

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Por primera vez desde que estoy aquí tengo la sensación de estar perdido, pero sin derivas ni milongas: extraviado, impaciente, preocupado. Cualquier trayecto resulta más agotador cuando no se sabe dónde vas ni cuánto falta para llegar.

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Afirma una cita que si alguien viaja una semana a un lugar, escribe un libro; si viaja un mes, escribe un cuento, y si viaja un año, escribe dos líneas. Esa es la sensación que tengo conforme avanza mi integración en el entorno, la estética relacional va tomando forma, se va moldeando. Ya no soy ese observador externo que, ávido de recabar datos, anotaba con estúpido rigor el nombre de los hombres más fuertes del mundo. Ahora participo de cotilleos y chascarrillos, conmemoro sus santos, celebro los goles del club local, me conozco sus muertos (aunque todavía es pronto para llorarlos), despilfarro el tiempo sentado en un banco con dos abuelos. Convertido en paisano, con el rol bien hallado, compruebo que, efectivamente, aquí la vida también es la misma que en todas partes. 


[Jekyll & Jill]