jueves, septiembre 22, 2016

La familia real, de William T. Vollmann


En Playtime sale hoy mi texto sobre esta novela, de la que aquí os ofrezco algunos pasajes:

Cada una de estas mujeres desaseadas o de entrepierna podrida está asustada. Cada una camina con miedo, aguarda a solas; suplicando no obstante no quedarse sola. Léase su lista de anhelos (que por supuesto incluye deseos más importantes relacionados con dinero, drogas y descanso): Que ojalá una amiga fuese con ella. Que alguien la vigilase. Tal vez tener un novio negro con rastas, joven y encantador que sólo con levantar la vista de la pantalla del videojuego de la licorería podría estar al tanto de adónde la lleva el hombre. Tal vez tener un novio centrado en el oficio, más maduro, profesional, acaso más cruel, que charle con ella en la acera en voz baja y enfadada. Pero esta tutela no basta. El novio joven y encantador, a quien ella no obligaría a ponerse goma, no podría acompañarla aun si estuviera dispuesto a ello, pues eso ahuyentaría al putero, y aunque éste fuese uno de esos exhibicionistas alegres y descuidados de mediana edad que dejan entrar al novio mientras él va a lo suyo, ella seguiría sin querer que el novio la viese desnuda con otro hombre; se vería obligada a gritarle: ¡Oye! ¡Deja de mirar o esta noche te muelo a palos! El novio profesional definitivamente ahuyentaría al putero. Por tanto ella está sola. A la espera de dinero o la muerte. El fondo de la cuestión es el miedo, porque sabe que tarde o temprano volverá a ser violada, atracada y sodomizada y la última vez que un hombre le hizo eso dolió de veras; tuvo que ir al hospital y estuvo semanas cagando sangre y las entrañas se le quedaron permanentemente revueltas. Tarde o temprano pillará SIDA o será arrestada o acabará descuartizada dentro de varias bolsas de plástico en contenedores de calles dispersas. En resumidas cuentas, esa mujer necesita a la Reina.

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El hombre adelantó el cuerpo con seriedad, se secó el sudor de la frente y expulsó el aire por la boca haciendo el ruido de un pedo. Bueno, dijo, a mí me educaron para jamás avergonzarme de quién soy ni de lo que hago, y por eso no me importa contarle que soy un abofeteador. Ese es mi trabajo y estoy orgulloso de ello. Trabajo para el señor Brady. ¿Le conoce? Si dice que no le cruzo la cara. Me ha contratado para abofetear a las nenas cuando éstas se salen del tiesto. Siempre con la mano abierta, por supuesto, y nunca lo bastante fuerte para que les duela de veras o derribarlas. Aunque un buen bofetón es visible, deja una bonita huella roja a lo largo de la mejilla. Ellas no se lo toman como algo personal, pues saben que lo hago por trabajo. A muchas les caigo bien. A veces, si me parece que vamos cogiendo confianza, bromeo un poquito con ellas. Les doy cachetes en el culo, lo que viniendo de mí es un cumplido. En todo caso, no tengo más que decir. ¿Dónde está la zorra retrasada?

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No sé de qué va. Parece tan… A lo mejor sólo… a lo mejor está buscando lo real.
¿Qué real? Lo real no existe.
Yo sólo quiero lo real. Yo sólo quiero alguien que me ame y me hable y quiera estar conmigo.
Pues eso lo tienes, y ¿cuán real se siente? Hostia bendita.

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De todas las multitudinarias arterias de San Francisco, la calle Geary es quizá la más importante de las ignoradas. Sí, las ignoradas, ¡menuda categoría! Detectives privados de oídos envidiosos, pederastas autocompasivos que desean "explicarse" a cada extraño de cada bar, prostitutas sin clientes, abogados que aún no han sido nombrados socios principales, y yo mismo, descrito en la introducción a la traducción japonesa de una de mis novelas como "un escritor menor" –ah, cómo pica–, y tú mismo, lector, cuyas cualidades son escasamente reconocidas en este mundo, y ya puestos todos los que seguimos con vida, pues hasta el momento hemos sido groseramente ignorados por la muerte; lo cual me recuerda a los muertos, pues éstos no sólo padecen nuestro olvido sino que además se ignoran entre sí…

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¿En qué andas?, volvió a preguntar el tatuado, interponiéndose en su camino como un centinela en un mito antiguo.
Busco a alguien a quien sé que nunca encontraré, dijo Tyler. Me alejo de gente que me conoce.

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Dejamos de ser niños cuando dejamos de creernos capaces de mover lo inamovible o de montarnos en cualquier tren, ya sea gris, verde, marrón o azul. 


[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]