miércoles, septiembre 28, 2016

Cine e imaginarios sociales, de Gérard Imbert (Parte II y última)


Aquí van más extractos de este ensayo, del que días atrás ofrecimos una primera parte:

El cine borderline, por ende, se acerca a lo irrepresentable, a lo que cuestiona lo representado.
Expresa una fuerte desterritorialización: la sensación de descolocación nace precisamente cuando el sujeto sale –es extraído– de su espacio normal (el de las normas, de lo normalizado) y proyectado en un espacio ajeno (extraño, desconocido).

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La deriva es precisamente lo que aparta al sujeto de su recorrido inicial, le hace descubrir otros mundos, pasar por una experiencia de los límites, lo acerca al horror, le hace entrar en el mundo de lo informe.
La deriva es un tipo de recorrido por excelencia posmoderno, que rompe con el MRI (el Modo de Representación Institucional, en expresión de Nöel Burch). Lleva a perder el rumbo, a abandonar el lugar del origen y entregarse al azar. Ya no se trata de perseguir un "objeto" que orienta la búsqueda y, con ello, de construir la identidad para volver "santificado" al lugar de partida, sino de someterse al cuestionamiento y, a veces, perderse en el camino, descubrir otros. De estas derivas el sujeto puede volver cambiado de manera negativa o, cuando menos, trastornado en su identidad: ser otro. De ahí la afinidad entre recorrido físico (la deriva) y recorrido simbólico (la búsqueda identitaria), aunque aquí se trate más de deconstrucción que de construcción.
La ciudad es propicia a las derivas, en particular nocturnas; cumple hoy en el imaginario cinematográfico un papel similar a la carretera en las road movie, en cuanto suspensión del tiempo y espacialización de la búsqueda; tiene una función iniciática, prepara a las experiencias más extremas.

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La deriva nocturna es un recorrido sin origen ni fin, obsesivo (vuelta sobre lo mismo) o torcido (que se aparta del camino trazado). Empieza por una exploración física, la experimentación de nuevas sensaciones, deseos prohibidos.

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"El miedo –decía la directora [Kathryn Bigelow] al presentar En tierra hostil en el Festival de Venecia– tiene mala reputación pero es inmerecida. El miedo pone las cosas en su sitio y lo aclara todo. El miedo nos obliga a darle importancia a lo relevante y a olvidarnos de lo trivial".

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El viaje es ruptura con el mundo de origen.

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En el viaje, uno suspende la identidad, es otro, aunque sea virtual y temporalmente, aunque se trate de una identidad prestada o contaminada por la del otro. Uno es "extranjero" pero, sobre todo, extraño a sí mismo y rodeado de extraños (de sujetos y objetos extraños).

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El viaje cumple una función iniciática: uno vuelve más fuerte del viaje, confirmado en su ser. El viaje también tiene una función descubridora: es desafío, incitación a descubrir otros mundos (físicos y meta-físicos), a ensancharse, a enriquecer la experiencia: por eso uno puede volver transformado del viaje. El viaje, pues, permite superar los límites, para bien y para mal: para bien cuando uno hace cosas que no hubiera hecho normalmente; para mal cuando uno se pierde en su recorrido o descubre su parte maldita, pierde la noción de los límites.   
      
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Hay en Fincher un empeño en entender la violencia desde dentro, desde la mente enferma, desde la fascinación que ejerce, desde su inmunidad social.
[…]
La lección de Fincher no puede ser más clara: para luchar contra la violencia, hay que conocerla y entender por qué nos atrae. Lo confirma el propio director en una entrevista con ocasión del estreno de Zodiac:

Quiero provocar en el espectador una catarsis emocional, ése es el tipo de cine que me interesa, el que deja cicatrices.

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[…] Fincher parece decirnos que la verdadera naturaleza de la violencia es el enigma, algo que nos fascina porque se nos escapa, que cuando lo descubrimos nos atrapa (El club de la lucha), cuyo espectáculo es insostenible (la secuencia final de Seven), cuya lectura cuesta descodificar (Zodiac) y que nos marca de manera indeleble.

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Esta sociedad no acepta la muerte, no tanto la muerte como hecho –la representación mediática está saturada de muerte, plagada de muertos– como "la idea de muerte".

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El duelo es la vuelta de lo reprimido a unos imaginarios que exaltan la eterna juventud, dentro de una concepción del tiempo que permite superar la cronología, una dilución de las categorías que facilita la porosidad entre vida y muerte. Si no se mantiene a raya a la muerte, o no se la integra en el ciclo vital, vuelve a la carga para recordar su presencia. El trabajo de duelo empieza con la aceptación de su representación, el poder mirar a la cara a los muertos, vivir con el dolor de la ausencia, superar el horror.

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En su cara a cara con la realidad, el cine posmoderno no sólo explora los posibles de la ficción, sino también los del imaginario; por eso su mirada es ilimitada, no la coarta ni la moral (el deber ser) ni la norma (el poder hacer), porque es exploradora de nuevos territorios.



[Ediciones Cátedra]