viernes, mayo 13, 2016

Inocentes y otras, de Dana Spiotta


Varios extractos (la novela la comento en Playtime / El Plural):

En lugar de hacer películas, yo vivía con mi enorme novio. Respiraba cinematografía, la ingería, la interiorizaba. Pasaba los días imaginando las películas que quería hacer y las noches amando a mi novio.

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He dicho que esto era una historia de amor, y de hecho empieza así: con mi amor por el cine, tan puro como cualquier otro que haya conocido. Hacer cine, ver cine, pensar en cine. Me convierto en una máquina de cine, en una creadora monocular. Es como si durante toda la vida hubiera sido una goma elástica tensa que alguien estiraba hacia atrás, alejándome cada vez más de la vida que deseaba, pero en cuanto me han soltado he salido disparada. Ya no me dedico a desear, sino a hacer. ¿Y qué es lo que hago? Rodar películas que me emocionan y me satisfacen, y que ocasionalmente me frustran; y durante mucho tiempo eso me parece suficiente.

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¿Era justo, correcto o una buena idea contar con –o siquiera considerar– que el espectador dispondría de un recuerdo concreto? Aunque ¿no era lo que hacían todas las películas, contar con el recuerdo compartido de todo lo que habíamos visto en otras películas?

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Cuanto más tiempo pasabas observando a una persona o una cosa que conocías, más extraña se volvía.

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Cuando vio Barry Lyndon con diecisiete años le pareció un horror. Con diecinueve, en cambio, le pareció preciosa. Es lo que pasa con las películas. No son ellas las que cambian, sino tú. La inmutabilidad de una película (o de un libro, o de una pieza musical) es algo con lo que uno puede medir su evolución. Es uno de los efectos que tienen las grandes obras de arte: aguardan a que regreses a ellas y te muestran quién eres, cada vez alguien ligeramente distinto. Cuando se trata de tu propia película, en cambio, la obra no es inmutable. Sientes que forma parte de ti, y por tanto, que cambia contigo. La filmación, la edición, la proyección… Todo te parece distinto.

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Las cosas existen, pero filmarlas, el acto en sí, las transforma.

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En cualquier caso, no se podía hablar sin imaginar. Y si la imaginación precedía a la realidad, la decepción era inevitable, ¿no?

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Una película es una idea sobre el mundo. Meadow lo veía así, pero también sabía que, aunque la gente sepa cosas, las imágenes invalidan ese conocimiento. En ese sentido, la verdad del cine es engañosa; puede decir una cosa y, al mismo tiempo, mostrar algo totalmente distinto. Y, como espectador, puedes estar seguro de que te creerás lo que hayas visto.

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Durante toda su vida, a Jelly le había encantado la oscuridad de los cines, la había necesitado. Las sombras de la pantalla le permitían olvidarse de que tenía un cuerpo, olvidarse de que estaba en un lugar concreto.

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No hay nada como una enfermedad mortal para sentir que te has curado de todo lo demás.

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Durante los tráilers, Carrie sintió la oleada de emoción que solía invadirla siempre que estaba en un cine a oscuras, contemplando la gran pantalla. Sin pausas, sin mirar el móvil. En realidad, era muy distinto a estar en casa, amodorrándose en el sofá; estar en una sala de cine con otras personas, prestando toda su atención a la película. Era casi religioso, y a veces se le olvidaba lo mucho que le gustaba.

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¿Puede una imagen transmitir algo innombrable, imposible, invisible? ¿Qué es una imagen si no está modulada por una conciencia, por una percepción? Algo más discreto, más simple: una persona con un rostro franco –cualquier persona, cualquier rostro–, sentada a solas. ¿Hasta dónde podía llegar la sencillez, la humildad de una imagen?


[Turner Libros. Traducción de Carles Andreu]