lunes, abril 25, 2016

La vida sin armadura, de Alan Sillitoe


En la página 52 de esta autobiografía dice Alan Sillitoe (autor de librazos como La soledad del corredor de fondo y Sábado por la noche y domingo por la mañana):

Fue una fortuna que Los miserables y El conde de Montecristo se cruzaran en mi camino tan pronto y tuvieran tal efecto, pues entre ambos iluminaron mi oscuridad con rayos de esperanza y promesas de evasión. La historia de Dumas era una historia de venganza y la de Hugo de justicia, y ambos libros fueron muy importantes porque contribuyeron a que mi corazón sobreviviera.

Esta perspectiva de la literatura como tabla de salvación aparecerá, implícita o explícitamente a lo largo de La vida sin armadura, autobiografía que se divide en dos partes muy distintas.

En la primera, que ocupa la mitad del libro, seguimos los años de infancia y juventud. Son años de aprendizaje, de formación, de errar sin rumbo (el trabajo en la fábrica, el suburbio, el ejército, la enfermedad, la guerra…), de aventura y de rebeldía. Recuerda a las vidas de esos escritores del siglo XIX que tanto viajaron, y que escribían en barcos y en islas y en trenes. Aunque es la parte "diferente", más dinámica y plagada de sucesos e incidentes, prefiero la segunda, que es de donde he tomado casi todas las notas.

En esa segunda parte, que transcurre casi toda en tierras españolas (Mallorca, Alicante, Torremolinos…), Alan Sillitoe ya se ha establecido, ya no salta entre la fábrica y el ejército, y se obstina en ser escritor. Son años, sin embargo, muy difíciles en cuanto a triunfar en ese oficio:

Escribía por el hecho de escribir, no tenía otro objetivo que no fuera que me publicaran: convencerme a mí mismo de que era un escritor, lo que no era muy difícil, pues no podía ser ninguna otra cosa, y seguir hasta que mis lectores pensaran lo mismo.

Año tras año Sillitoe va escribiendo y aumentando su obra: novelas, cuentos, poemas… Pero todo se le resiste. Incluso aunque recurre a una agente, que mueve sus libros allá en Inglaterra, no hay manera: todos los editores rechazan sus manuscritos. Pero él continúa. Sigue luchando, averigua dónde falla y cómo puede mejorar su estilo:

Leer mi obra en voz alta era un modo de asegurarme de que poseía la fluidez y claridad del inglés claro. Siempre había tenido cuidado, pero ahora me mostraba implacable a la hora de señalar las repeticiones en una página, reconocer palabras innecesarias, suprimir tautologías, librarme de clichés, eliminar lo que quedaba insinuado en vez de expresado y tratar de lograr la sencillez incluso en las descripciones de complicados procesos de pensamiento, usando las técnicas de la poesía para escribir en prosa.
[…]
Durante ese largo invierno se hizo obvio que no había trabajado lo suficiente con el estilo: tenía que deshacer cada palabra, cada frase, cada oración de cada relato y cada página de mis novelas, y volverlas a tejer para que no quedaran puntos sueltos en la prosa.

Y, desde luego, sigue leyendo a los grandes. Se resiste a ser atado por los editores, constreñido por sus exigencias o por las modas del público lector:

Ahora sabía que uno no escribe lo que la sociedad o los editores esperan, sino lo que la verdad de tu propia experiencia determina. Mi alma debía contener algo de hierro antes de nacer que reforzaba la actitud de que el escritor no ha de escuchar a nadie más que a sí mismo, como un imán atrae limaduras de hierro porque es una pieza de metal más sólido.

Otra de las facetas interesantes de esta segunda parte es cómo ve Sillitoe esa España franquista, llena de pisos que en vez de inodoro tienen un agujero en el suelo, y de tipos que les estafan (a él y a su mujer y a sus amigos ingleses) porque son turistas. Son años de aprendizaje de la escritura:

Un escritor puede sentir la necesidad de aprobación de quienes lo rodean, pero tiene la opción de intentar conseguir la aceptación de quienes dirigen el país (en aquella época yo me refería a ellos como "las ratas") o de quienes son gobernados. La única forma válida de actuar es no tener en cuenta a ninguno, escribir para uno mismo, con un tenaz respeto por la voz única, y al mismo tiempo una voz de la que no hay que hacerse ilusiones. Había vivido demasiadas vidas para estar dispuesto a prestar atención a los demás y, si mi escritura seguía siendo impublicable, bien estaba.

Unos diez años estuvo Alan Sillitoe enviando sus manuscritos y siendo rechazado una y otra y otra vez. Pero no desfalleció. Nunca se rindió. Sabía que encontraría su estilo, su camino, su público. Es un ejemplo a seguir para quienes empiezan ahora a escribir. Sillitoe les da una lección: aunque no publiques, da igual, es necesario seguir adelante y confiar en ti mismo. Tampoco se ahorra palos para la industria editorial, que no ha cambiado mucho en estos años:

Los editores (y podríamos preguntar por qué) quieren novelas que crean que van a poder vender y son reacios a publicar una obra sin haberla pulido hasta lograr el estilo y el contenido que imaginan que sus lectores esperan o que ellos deciden, según sus propios prejuicios, que sus lectores deberían recibir, en cuyo caso hay pocas posibilidades de desviarse de la aburrida norma, o de experimentar un poco y hasta de que quede algún que otro fallo que convierta la obra en memorable. Lo que un editor considera aceptable, otro lo ve inadecuado, así que solo la versión del autor es la correcta. Un escritor no debe consentir los recortes de los lectores editoriales que pretenden guiarlo hacia un éxito de ventas de mediano nivel cultural o, como ocurría en aquella época, la clase de libro que creen probable que gane un premio literario.

Una gran autobiografía. Ejemplo de un hombre hecho a sí mismo. Luchador, currante, obstinado, cabezota… Aquí van unos extractos más:

La escritura es una actividad en la que el individuo es supremo y un autor no tiene ninguna oportunidad de lograr nada salvo que su integridad proteja su talento.

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Cuanta más gente participa en una decisión, más probable es que las cosas salgan mal.

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Que los reseñadores y periodistas se refirieran a mí como "clase obrera" o "de la clase obrera" era tan desacertado como meterme en el corral de los angry young men.


[Impedimenta. Traducción de Antonio Lastra]