Solo sé que revisitar todo lo que ha escrito uno es –como les decía– una faena deprimente a más no poder, y que puede ser un duro golpe para el amor propio de cualquiera. Todos tus defectos, puestos ahí en fila india, recordándote lo que de verdad eres. O, cuando menos, una parte de lo que eres: mi trocito peor.
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Eso es, en cierta medida, este libro: un compendio de columnas con disfraz y maquillaje que solo desvelaban su verdadera condición cuando ya estabas metido de lleno en la lectura.
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Al contrario que algunos de mis amigos de adolescencia (que las pasaron canutas por la abstinencia sexual forzada), siempre he tenido novias. Es cierto, y hacía tiempo que no pensaba en esto: nunca he pasado más de un mes desde los 17 sin novia fija o razonablemente formal. Supongo que esto dice un par de cosas de mí: la primera es que necesito orden y familiaridad y constancia, y funciono mejor con ellas en mi vida; la segunda (esto sí es problemático) es que me enamoro en-plan-serio con gran facilidad, y ese enamoramiento suele ser del tipo que versificaban los trovadores del Medioevo.
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Uno de los motivos que han hecho tan popular a Internet es que, como Chile con los nazis tras la II Guerra Mundial, cobija al linchador en su escondrijo. Hay algo inherentemente aborrecible en los linchamientos, incluso si su germen es más o menos legítimo. Observar a una masa enfebrecida ejecutando sumariamente a un tipo nunca es bonito, sean sans-culottes o el Ku-Klux-Klan. Se trata del lado más feo de la condición humana, su trocito peor. El fenómeno actual del twitterlynching brota de una fosa séptica similar a la del espíritu KKK y, si bien sus manifestaciones físicas son disimilares, su esencia es la misma: muchos matones con la cara cubierta amedrentando a un solo pringado.
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Uno no puede llamarse a sí mismo escritor hasta que no le han despedazado por escrito unas cuantas veces.
[Blackie Books]