viernes, enero 08, 2016

Casino Royale, de Ian Fleming


ECC Ediciones está reeditando todos los libros sobre James Bond escritos por Ian Fleming, y además en nuevas y cuidadas traducciones. Para mí ha sido una de las más gratas noticias de 2015, pues aunque hace años no me interesé por los textos originales sobre 007 (un personaje ya mítico gracias al cine), en cambio unos meses atrás estuve intentando conseguir, al menos, la primera novela de la serie: pero fue imposible porque están agotados y descatalogados y Casino Royale sólo se podía conseguir a precio de oro. Tras las numerosas ediciones de Punto de Lectura o de las entregas de kiosco, era necesario que alguien las devolviera a las mesas de novedades de las librerías.

Casino Royale no sólo no defrauda, sino que supera las expectativas, al menos las mías. No he podido evitar leerlo con lupa: examinando las diferencias y las similitudes con las películas, no con afán comparativo, sino sólo para verificar qué han escogido los guionistas y qué han ignorado o inventado. La primera sorpresa es que este Bond es más próximo (en algunos aspectos) al reinventado por Daniel Craig y compañía: se enamora y sangra y pierde cuando antes no conocía la derrota en el amor y en el juego. Supongo que su fama de mujeriego empezará en otros libros, porque aquí sólo intima con Vesper Lynd. En otros aspectos, como el hábito del tabaco o el machismo, es más parecido al 007 de los filmes de antaño. En la novela no hay cambios de escenario ni inventos: sólo es la historia de un agente secreto en tiempos de la guerra fría, un hombre que debe derrotar en la mesa de juego al agente Le Chiffre. Pero es evidente que el cine supo recrear a un personaje que, como he comprobado, ya era inolvidable en los libros de Ian Fleming, un autor al que incluso estudió Umberto Eco. He disfrutado mucho de la lectura y no voy a perderme ninguno de los títulos. Aquí van 2 extractos de Casino… (la primera aparición de 007, en el segundo párrafo del primer capítulo; y un pasaje que nos muestra su modo de pensar):

James Bond comprendió de pronto que estaba exhausto. Siempre sabía cuándo su cuerpo o su mente no daban más de sí y actuaba en consecuencia, para evitar el anquilosamiento y la torpeza sensorial de la que nacían los errores.

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Por encima de todo, le gustaba que todo sucediese por culpa propia. Solo se podía elogiar o recriminar a uno mismo. La suerte era el criado, no el amo. La fortuna había de aceptarse encogiendo los hombros o aprovecharse hasta el final. Pero también debía comprenderse y reconocerse por lo que era y no podía confundirse con un imperfecto entendimiento de las probabilidades, pues, en el juego, el pecado mortal es confundir la mala jugada con la mala suerte. Para Bond, la suerte era como una mujer: o se cortejaba con delicadeza o se asaltaba con brutalidad, pero nunca se consentía ni se perseguía. Pero era lo bastante sincero como para reconocer que aún no había sufrido ni por culpa de las cartas ni por culpa de las mujeres. Un día, y ya lo había aceptado, lo doblegarían el amor o la suerte. Cuando aquello sucediese, sabía que a él también lo marcaría el letal interrogante que a menudo había reconocido en los demás, la promesa de pagar antes de haber perdido: la aceptación de la falibilidad.


[ECC Ediciones. Traducción de Sara Bueno Carrero]