lunes, septiembre 14, 2015

Enoch Soames, de Max Beerbohm


Así empieza este delicioso cuento:

Cuando el señor Holbrook Jackson publicó un libro sobre la literatura del final de siglo, busqué con ansiedad en el índice el nombre de Soames, Enoch. Temía que no estuviera. En efecto, no estaba. Todos los demás estaban. Muchos escritores a quienes había olvidado por completo o recordado muy vagamente, así como sus libros, renacieron para mí en las páginas del señor Holbrook Jackson.

Días atrás leí un artículo de Juan Tallón en el que aludía a este relato. Quise leerlo y recordé que lo tenía en mi biblioteca (sí, una de esas lecturas que uno aplaza año tras año). Y lo leí de una sentada porque tiene unas 60 páginas y, como digo, es una pequeña joya, que al parecer Jorge Luis Borges valoraba mucho. El narrador es el propio autor, Max Beerbohm, y cuenta su amistad con un escritor (Enoch Soames) que parecía destinado a ser una promesa y, no obstante, vio cómo el éxito se le iba escapando de las manos. El narrador sostiene que lo mejor es ocupar un nombre en el panteón de ilustres escritores de la posteridad. Soames, en cambio, prefiere el éxito y la gloria en el presente, y llega a decir: Un hombre muerto ignora que la gente visita su tumba o peregrina al lugar de su nacimiento, tampoco sabe que se colocan lápidas y se descubren estatuas para honrar su memoria. Un hombre muerto no puede leer los libros que se escriben sobre él. Lo que Soames quisiera es avanzar cien años para saber qué habrá sido de sus obras y de su nombre. Y eso sólo lo puede lograr el Diablo.

No quiero desvelar más. Aunque lo importante es ese estudio que hace el autor a través de la ficción: cómo tantos artistas acaban diluyéndose en el tiempo y en el olvido. Os dejo con algunas perlas del cuento: 

Dijo que el reconocimiento le importaba una higa. Me manifesté entonces de acuerdo con él, en tanto en cuanto que el acto de la creación es en sí mismo la recompensa del escritor.

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El fracaso, cuando es completo y total, no está exento de un soplo de dignidad.

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Quien no ha perdido del todo su vanidad, todavía no ha fracasado.


[Rey Lear. Traducción de Juan Pedro Aparicio]