miércoles, julio 01, 2015

Una trilogía palestina, de Gasán Kanafani


He comentado este libro en Playtime; el enlace está un poco más abajo. Aquí va un extracto de cada novela:

De Hombres en el sol:
Aquel pequeño cosmos se abría camino a través del desierto como una gota de aceite sobre una plancha de cinc al rojo vivo. El sol, muy alto, era un disco incandescente. Ninguno de ellos se preocupaba ya de enjugarse el sudor. Asad se había cubierto la cabeza con la camisa y sentado en cuclillas se dejaba achicharrar al sol. Maruán, con los ojos entornados, había apoyado la cabeza en el hombro de Abu Qais que, con los labios apretados bajo los espesos bigotes grises, escudriñaba el camino. Ninguno tenía ya ánimos para hablar. No solo porque el esfuerzo que acababan de hacer los había extenuado, sino porque cada uno iba ensimismado en sus pensamientos. Aquel camión que hendía el camino, los transportaba con sus familias, sus sueños, sus ambiciones, sus esperanzas, su fuerza, su miseria, sus decepciones, su pasado y su futuro, como un ariete que arremetiera contra una puerta de gigante tras la que se ocultara un destino desconocido y en la que todos los ojos estuvieran prendidos con hilos invisibles.

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De Lo que os queda:
Y de pronto apareció el desierto. Inmenso, hasta donde alcanzaba la vista. Por primera vez lo veía respirar como un ser vivo, misterioso, terrible y manso a la vez, y cambiar bajo las ondas de luz cenicientas hasta retroceder poco a poco tras el manto negro del cielo que descendía. Inmenso, oscuro. Demasiado grande para amar como para odiar. Nunca silencioso. Lo sentía respirar como un cuerpo monstruoso. A medida que se hundía en él le entraba vértigo. El cielo se cerraba sobre él sin ruido y detrás de la ciudad se iba alejando hasta no ser más que un punto negro perdido en el horizonte.
Ante sí, hasta donde alcanzaba la vista, el desierto. Sobre su vientre, sobre su pecho, oía el ritmo acompasado de su respiración. En el inmenso telón negro que se alzaba tras el horizonte, se iban abriendo, una a una, ventanas por donde asomaban estrellas de un fulgor hiriente.
Solo entonces supo que no volvería nunca más. Tras de sí, en la lejanía, Gaza desaparecía en la noche como de costumbre: primero la escuela, después su casa, luego la playa plateada que se hundía en las tinieblas y, por último, las luces débiles, mortecinas, de la ciudad, que vacilaban unos instantes hasta extinguirse unas tras otras lentamente.

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De Um Saad:
Um Saad abrió las manos ante mí. En sus palmas callosas, las heridas eran como rojos ríos secos. Esas manos despedían un olor único… el olor de la resistencia cuando se hace cuerpo y sangre en el hombre.
-No es nada… son heridas sin importancia.
-¿Esto? Pues claro. Desaparecerán, el tiempo las borrará. La herrumbre de los platos que friego, la porquería de las baldosas que limpio, la ceniza de los ceniceros que vacío, la suciedad del agua con que lavo, se irán acumulando encima de las heridas y las harán desaparecer anegadas en torrentes de cansancio, restañadas por mi aliento, bañadas a diario en el sudor cálido de las manos con que amaso el pan de mis hijos… Sí, hijito… los días de servidumbre las cubrirán de un caparazón, pero sé que debajo seguirán taladrándome. Lo sé.


[Hoja de Lata Editorial. Traducción de María Rosa de Madariaga]