lunes, mayo 04, 2015

El padre infiel, de Antonio Scurati


He aquí una novela muy actual, de un autor contemporáneo que nos habla de lo que significa ser padre a los 40 años, en un mundo metido de lleno en la crisis e inmerso en la pérdida de ciertos valores (el narrador y protagonista trata de explicarle a su padre por qué su generación es como es y por qué hay razones para el agotamiento… porque, entre otras cosas, no se han alcanzado las promesas que nos hicieron). Antonio Scurati, en un ejercicio que supongo que tiene bastante de autobiográfico, nos cuenta las tribulaciones de Glauco Revelli desde que él y su mujer deciden tener un niño, y todo lo que ello comporta: las clases de preparación al parto, el nacimiento del bebé, los años durmiendo poco, el alejamiento de la pareja desde el día que nace el hijo, el tiempo inolvidable que comparte con ese hijo (en este caso, una hija)… Unos fragmentos:

En ese momento, mi esposa Giulia y yo hacía ocho años que nos conocíamos; nos queríamos desde hacía siete (a decir verdad, siete yo y ella seis), llevábamos cinco de compromiso oficial, cuatro de casados, y hacía tres que éramos madre y padre de nuestra hija. Ahora, no obstante, ya no había nada que hacer. Todo había sucedido ya y habíamos fracasado en nuestra misión. En cuanto marido y mujer, ya no nos quedaba más que decidir si vivir o morir por algo en lo que, de todas formas, ya no creíamos.

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Un instante después de que tu prole haya llegado al mundo, pierdes el derecho a tu nombre y apellido. Todos cuantos gravitan en torno al núcleo del nacimiento –las comadronas, las enfermeras, los pediatras e incluso los otros padres– se dirigen a ti apostrofándote como "papá".

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Fumar está hasta tal punto prohibido que ya ni siquiera es necesario prohibirlo.

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Me refiero al método propuesto por un especialista catalán de fama mundial y por una brillante periodista, ofrecido en un librito titulado Duérmete niño, que promete resolver de manera sencilla y para siempre el insomnio de vuestro hijo. Un éxito internacional –lo veréis encabezando las listas de los libros más vendidos semana tras semana, mes tras mes, año tras año– seguido al pie de la letra por legiones de adeptos en toda Europa y América del Norte. Un pequeño libro exitoso para padres exitosos. Yo, sin embargo, al médico catalán y a su cómplice los aborrezco y los rechazo. Para mí son los nazis del sueño.

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El trauma funciona, no hay duda, pero precisamente por eso me mantendré fiel a la promesa: si mi hija llora quiere decir que sufre, y si sufre pondré fin a su sufrimiento. Ni siquiera el teatro del sufrimiento, ni su comedia bufa, carecen de su propio dolor secreto. Y, en consecuencia, calmaré el dolor, lo mitigaré como una divinidad airada. Tal vez temporalmente, tal vez haré que empeore, tal vez seré bálsamo, no cauterio, pero agarraré con los dientes los bordes de la herida y la coseré con los labios ensangrentados. Creo en el tratamiento, no en la curación. Soy un fracaso.
Y mi hija tiene que saber que si llora, su padre –este padre enfermo, esta madre fallida– no va a dejarla sola, no hasta que no exhale su último aliento. De mí por tanto no va a recibir ninguna crueldad funcional, ninguna sombra de abandono eficiente. Ya se ocupará de esto la vida, y pensará en ello la muerte. La mía, la suya, la de todos. Pero hasta entonces yo protesto. Y me resisto a ultranza a los nazis del sueño.

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Yo, ella, todos nosotros, asomándonos a esta nueva década, ya no esperábamos un ajuste de cuentas inminente, sino un lento y progresivo agotamiento. Cada uno de nosotros sabía que iba a ser más pobre, menos instruido, y estar más explotado, más desempleado que la generación anterior. En una palabra, ya no esperábamos nada. La primera década del milenio que comenzara con un apocalipsis político-religioso terminó con un apocalipsis económico. Hemos pasado en un fogonazo de la ley del profeta a la financiera, del síndrome del once de septiembre al del veintisiete de cada mes, de la hipoteca del terrorismo a la de la casa, de la ansiedad de la explosión al fantasma del desempleo. La década comenzó con los musulmanes y ha terminado con los chinos.

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Verás, papá, tienes que entendernos. Somos una generación despojada. No desilusionada, ni tampoco desencantada, porque nunca tuvimos tiempo para hacernos auténticas ilusiones ni para ningún encanto preliminar. Tenemos cuarenta años y somos adolescentes despojados. No seas severo con nosotros, papá. Lo que nos corroe es la discrepancia entre las expectativas largamente cultivadas por una infancia y una adolescencia saciadas y la realidad de un presente mezquino. Sufrimos el síndrome del pasado reciente. Hasta ayer, y durante toda la juventud, la vida parecía ir mejorando progresivamente. Luego, sin embargo, casi de repente, justo cuando llegábamos al culmen de la edad adulta, nos ha sorprendido una clara inversión de tendencia.


[Libros del Asteroide. Traducción de Xavier González]