viernes, marzo 06, 2015

Hacer el bien, de Matt Sumell


Cuando tu madre se muere, el mundo se tambalea. Al menos durante un tiempo. Digamos que durante bastante tiempo, hasta que aprendes a sobrellevarlo. Es lo que le ocurre al narrador de esta novela, que intuyo comprende mucha carga autobiográfica. Pero supongo que habrá un 70% de ficción, dado que el protagonista es un cabrón de tomo y lomo, alguien con apenas moral, capaz de pegar a los suyos, de insultarlos, de hacer putadas a personas y a animales. Entonces su madre muere de cáncer y el mundo familiar, como digo, se tambalea, se resquebraja. Es sobre todo el padre (bebedor, tendente a la autodestrucción, minusválido por haber perdido una pierna en un accidente) quien peor lo lleva. Y, luego, uno de los hijos: el narrador, Alby. Y Alby nos cuenta su vida antes y después de esa muerte, y antes de la pérdida ya era un cabronazo, alguien que desde luego no hacía el bien, y después de la pérdida sigue siendo un cabronazo, alguien que, al menos, intenta hacer algunas cosas bien, como ayudar a su padre a salir del pozo, pero ahora Alby está perdido y roto de dolor y echa de menos a su madre aunque parezca un tipo duro.

En la literatura existen numerosas maneras de afrontar el dolor y exprimirlo en los textos. La opción de este escritor norteamericano pasa por la rabia, una rabia feroz, y ofrece un relato sin concesiones, poderoso y contundente, y además ha creado un personaje que a menudo nos cae mal… y sin embargo nos despierta la compasión. El gran acierto de este libro es que Matt Sumell ha encontrado la voz narrativa de un joven sin escrúpulos, pero con su corazoncito. Dos extractos:

-Yo la quiero –dijo–. Deberías alegrarte por mí.
-No, y precisamente porque yo te quiero a ti. Insisto, como hermano y como amigo: fóllate a más tías. A muchas más. A. J., todos los días hay millones de personas que se mueren y, en el último suspiro, miran a los seres queridos que se han reunido en torno a ellos y dicen "ay, joder, me estoy muriendo, me tendría que haber acostado con más personas". Pero a nadie le da por decir "ay, joder, me tendría que haber acostado con menos personas"… excepto en el caso, a lo mejor, de que se estén muriendo de sida, de cáncer de cuello uterino, o de que los hayan violado.

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Supongo que los cantantes de country han tratado de cuantificar el sufrimiento: cuántas cervezas se han bebido, cuántas lágrimas se han contado. Los médicos y las enfermeras utilizan escalas numéricas para medir el dolor, los abogados y los actuarios tienen tablas para calcular las indemnizaciones (si pierdes un dedo pulgar, por ejemplo, tienes derecho a unas setenta y cinco semanas de sueldo). Hasta los poetas recurren a las medidas, ya sea en forma de cucharadas de café o pies métricos. Por tanto, debo plantearme la posibilidad de que quizá consiga explicarme mejor utilizando números, de que exista alguna ecuación, alguna fórmula mediante la cual se pueda determinar la potencia del impacto que tuvo en mí la muerte de mi madre. Hasta tal punto quedó hecha añicos mi forma de entender el mundo, propia de un chaval blanco y mimado, a raíz de esa muerte, que estoy convencido de que las fuerzas del impulso y del peso tuvieron que intervenir de algún modo. A lo mejor un algoritmo explicaría con mayor precisión la forma en que su sufrimiento y su desaparición partieron el tiempo en un antes y un después, con ese algoritmo se podría calcular el inmenso valor que mi perro había adquirido para mí como consecuencia de esa muerte, podría plasmar el modo en que la muerte de Jason me daba la sensación de ser una muerte compuesta, unos intereses obtenidos a partir de una herida anterior. A lo mejor las matemáticas me podrían ayudar a entender por qué, después de sufrir tanto tiempo, no aprendo a sobrellevar mejor el sufrimiento. Porque no aprendo. Cada vez que aparece, no aprendo. 


[Turner Publicaciones. Traducción de Ismael Attrache]