lunes, febrero 02, 2015

Samuel Beckett. El último modernista, de Anthony Cronin


Ésta es una obra extraordinaria. 650 páginas de pequeña y apretada letra en un libro de gran formato. Imprescindible para fanáticos de Samuel Beckett y necesaria para quienes quieran adentrarse en su vida y en sus vicisitudes literarias. Esta biografía no es sólo interesante por lo que cuenta, sino también por cómo lo cuenta: a mí Anthony Cronin me parece un gran narrador, dotado de talento y de sensibilidad, y que además conoció al autor de Murphy.

Empecé la lectura del libro el año pasado, de camino a Dublín. Lógicamente, allí me fue imposible acabarlo: además de su extensión, en los viajes mi mujer y yo nos detenemos poco, sólo para reponer fuerzas y dormir, y llevábamos con nosotros a nuestro hijo. Pero por las noches, cuando ambos se habían dormido, abría esta maravilla porque, para mí, Irlanda no sólo es Joyce, también es Beckett. Lo acabé unas semanas después, y he pasado parte del otoño y del invierno pensando en copiar los pasajes del libro que quería copiar… pero sin hacerlo, aplazando semana tras semana la tarea. Por fin me he decidido. No se pierdan esta biografía (salvo que detesten a Beckett, claro). No quiero extenderme más porque voy a colgar varios extractos; aquí van:

Sobre el primer encuentro entre James Joyce y Samuel Beckett:

El trato entre ambos había de desarrollarse poco a poco y, a la sazón, había de madurar en una especie de amistad íntima, aunque ya este primer encuentro surtió un profundo efecto en Beckett. Con el paso de los años había de recordar el camino de vuelta a la École, a pie, de noche, agotado pero contento, para encontrarse los portones del jardín cerrados y saltar la verja para entrar. A partir de entonces comenzó a adoptar algunos de los gustos y manías de Joyce, pidiendo en los cafés a los que acudía el mismo vino blanco, que no era sino el preferido de Joyce, y calzando unos zapatos de piel particularmente ceñidos.

Sobre sus padecimientos físicos:

No cabe duda de que muchas de las dolorosas y descorazonadoras dolencias que padeció Beckett de manera recurrente eran de origen psicosomático. Al margen de la porción de culpa que quisiera adjudicar el diagnóstico clínico a las causas puramente físicas, en determinadas situaciones era propenso a sufrir agudos trastornos estomacales, fiebres, resfriados, palpitaciones, náuseas, forúnculos, quistes sebáceos, erupciones faciales y otras complicaciones. Todas ellas agravaron su insomnio y su tendencia a sufrir pesadillas. Aunque era atlético y de apariencia fuerte, el físico le fallaba con asiduidad y de manera drástica cuando la mente o las emociones se hallaban agudamente alteradas.

Sobre su cambio del inglés al francés en la escritura:

Su decisión de abandonar una lengua para pasar a la otra ha sido objeto de muchos debates, aunque en realidad no fue una decisión a la que llegase en el sentido en el que uno se dice, por ejemplo, "a partir de mañana escribiré sólo en francés". Antes tuvo que avanzar a tientas durante un tiempo, pasando por los poemas, el fragmento filosófico, dos ensayos de encargo sobre los cuadros de sus amigos Geer y Bran van Velde. En un principio careció de la confianza que le parecía necesaria para escribir en francés, y este dominio lo fue adquiriendo gradualmente.

Sobre su oficio:

A veces pasaba dos o tres horas sentado ante la mesa sin conseguir anotar una sola palabra, mentalmente atascado en el cuarto en que se hallaba, incapaz de descender al extraño mundo en el que sus creaciones tenían sus seres.

Sobre cómo le veían los demás antes de su éxito:

En el círculo de Joyce la tendencia era considerarlo uno más, un mero siervo de una fama y de una memoria; cuando salía a los cafés por la noche, los jóvenes norteamericanos que ahora tomaban copas en el Dôme o el Select lo señalaban y decían que en otro tiempo había sido el secretario del gran hombre. Como también ellos estaban en busca del pasado, ese hombre de gran estatura, demacrado, que a menudo aparecía sentado solo, que miraba ensimismado al frente, no dejaba de tener cierto interés, aunque en él vieran meramente a un superviviente de algo ya periclitado, un náufrago en la orilla, una figura patética, un chiste andante.

Sobre su relación con su gran amigo Thomas MacGreevy:

La enfermedad de MacGreevy dio lugar a un aumento de la ternura en el trato entre ambos. Nada más tener conocimiento de ello, Beckett escribió para decirle que "no intentaré siquiera decir qué siento, porque tú ya lo sabes, y entre nosotros nunca han sido necesarias las palabras grandilocuentes. Sé que es difícil que uno se cuide, sobre todo cuando nunca se ha perdonado ni una. Te debes diez años de descanso físico y mental, así de sencillo, así que más te vale que ahora aceptes al menos un tiempo sin protestar. Eres un hombre al que se aprecia mucho y se necesita mucho, no lo olvides".

Sobre el Premio Nobel:

El 23 de octubre sonó el teléfono en la habitación del hotel. Contestó Suzanne. Tras escuchar unos instantes, se volvió hacia Beckett con el rostro cariacontecido y exclamó: "Quelle catastrophe!". Le acababan de comunicar que el Premio Nobel de Literatura había sido concedido a Samuel Beckett. La llamada confirmó lo que Jérôme Lindon ya había dicho en un telegrama enviado ese mismo día desde París: "A pesar de todo, te han otorgado el Premio Nobel. Mi consejo es que te escondas".
[…]
Dijo a todas luces que le "faltaba fibra de Nobel", y que no era el tipo de persona que consideraba el premio la cumbre de toda aspiración literaria y que le deleitaba comprobar que es justo lo que piensan los demás.
Pero es que sobre todo por la dotación dineraria y por el elemento de competitividad que implica, el Premio Nobel está considerado como el máximo galardón también por muchísimas personas que nada saben de literatura, y a las que la literatura nada importa. No iban a tardar en hacerle la vida imposible a Beckett, obligándole a cambiar de hábitos a pesar de ser precisamente un animal de costumbres, y a cambiar de costumbres siendo como era un flâneur en el sentido antiguo del término, un hombre al que le gustaba pasear sin rumbo y con la mirada perdida, inmerso en sí mismo, en el anonimato de la ciudad en que vivía.
[…]
Donó gran parte de ese dinero. Cuando habló con John Calder de los escritores que pudieran merecerlo y que necesitasen algo de ese dinero, Calder le llamó a las veinticuatro horas con una lista de candidatos. Uno de los beneficiarios de su generosidad fue un novelista experimental, B. S. Johnson, del que se dijo que se había comprado un coche deportivo con el dinero del Nobel de Beckett. Otra fue Djuna Barnes, vieja, solitaria y enferma, residente en Nueva York, que recibió un cheque por valor de tres mil dólares.


[Ediciones La Uña Rota. Traducción de Miguel Martínez-Lage]