Angustia, Editorial Origami: aquí.
Cuando la ingresaron, aquella tarde, el brazo derecho se veía ya colosal, casi monstruoso, por culpa de la tumefacción de las glándulas de las axilas, que no permiten el curso natural del riego sanguíneo y del drenaje linfático y acumulan el agua en esas zonas del cuerpo. El brazo estaba tan inflado, con tantas protuberancias, que no parecía real, que no parecía ser la carne de mi madre, sino una prótesis de cómic, una extensión falsa, la de un villano de tebeo tras sufrir un accidente de laboratorio. Parecía un brazo que alguien hubiera inflado con una sobredosis de líquidos.
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Me recuerdo caminando por San Carlos con el móvil pegado a la oreja, para obtener noticias sobre mi madre. En cada llamada, el corazón me daba de hostias en el pecho. Las palabras encerraban el miedo ancestral al cáncer. Palabras como células cancerígenas, quimioterapia, veneno, fármacos, biopsia… El cáncer es una película de terror.
Driblando charcos, cobijados bajo un paraguas endeble y barato que compramos en un kiosco para defendernos de la lluvia persistente, a mi memoria acudían, una y otra vez, en letanía feroz, los versos de los poetas que habían perdido a sus padres. Nuestra imagen exterior también era negra: negro el paraguas, negras nuestras ropas, sombríos nuestros semblantes. Negra y también tétrica era la escultura de Anna Chromy llamada “Il Commendatore”, en honor al Don Giovanni de Mozart. Cada rincón al que yo miraba lo cubría ya una sólida pátina de pesimismo. Veía la fatalidad en cada esquina, en cada gesto, en cada edificio.
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Nos invitaron a esperar en una sala atestada de pacientes. Hombres y mujeres que, en apariencia, soportaban con entereza ese trago de hiel, como si los tumores los hubieran jodido… pero no tanto como para abandonar la ilusión. Vendas, muletas, pelucas y gorras que ocultaban la caída del cabello. Personas infectadas que aún conservaban el empuje necesario para seguir adelante. Podía imaginar sus bultos, sus eczemas, sus laceraciones, sus pústulas, sus carnes y sus pellejos carcomidos por el avance imparable de las células malignas.
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Pienso en Verano, de Coetzee. Pienso en ese pasaje en el que le extirpan un tumor de garganta al padre del escritor y a éste le comunican que debe ocuparse de su convalecencia, pues ese cáncer le deja en manos de terceros. Y Coetzee admite que no puede, que eso significaría aplazar sus quehaceres. Sabe que sólo resta una de estas dos posibilidades: o se convierte en el enfermero de su padre, renunciando a su propia vida; o lo abandona, dedicándose por entero a lo suyo. No hay una tercera vía, concluye.
Y eso es lo que les ocurrió a mis hermanos: al vivir en la misma ciudad y, además, habitar el mismo piso, trataron de seguir con sus costumbres (trabajo, estudios, amigos), pero la enfermedad y los cuidados derivados del carcinoma infectaron sus vidas, dominaron sus rutinas, los consumieron despacio.
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Todo eso, y mucho más, constituyó parte del tratamiento domiciliario. Mis hermanos llevaban una agenda para evitar confusiones. Kitril: un comprimido antes del desayuno y la cena, durante dos días, comenzando después del ciclo de quimioterapia. Primperán: dos comprimidos antes del desayuno, la comida y la cena, durante tres días, comenzando después del ciclo. Dexametasona: ocho comprimidos en el desayuno y la cena el día anterior al ciclo, en la cena del día del ciclo y en el desayuno y la cena, al día siguiente del ciclo. Omeprazol: un comprimido diario en el desayuno, en los mismos días que la Dexametasona. Ratiograstim: una ampolla subcutánea cada veinticuatro horas durante siete días. Paracetamol: un comprimido, media hora antes del Ratiograstim. Primperán: dos comprimidos antes del desayuno, la comida y la cena durante dos días. Capecitabina: tres comprimidos de 500 mg, después del desayuno y la cena durante catorce días consecutivos, y luego suspender la dosis.
Cada cuatro o cinco días, analítica. Cada veintiún días, ciclo de quimio.
Así vivía ella, así vivían mis hermanos.
Cuando la ingresaron, aquella tarde, el brazo derecho se veía ya colosal, casi monstruoso, por culpa de la tumefacción de las glándulas de las axilas, que no permiten el curso natural del riego sanguíneo y del drenaje linfático y acumulan el agua en esas zonas del cuerpo. El brazo estaba tan inflado, con tantas protuberancias, que no parecía real, que no parecía ser la carne de mi madre, sino una prótesis de cómic, una extensión falsa, la de un villano de tebeo tras sufrir un accidente de laboratorio. Parecía un brazo que alguien hubiera inflado con una sobredosis de líquidos.
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Me recuerdo caminando por San Carlos con el móvil pegado a la oreja, para obtener noticias sobre mi madre. En cada llamada, el corazón me daba de hostias en el pecho. Las palabras encerraban el miedo ancestral al cáncer. Palabras como células cancerígenas, quimioterapia, veneno, fármacos, biopsia… El cáncer es una película de terror.
Driblando charcos, cobijados bajo un paraguas endeble y barato que compramos en un kiosco para defendernos de la lluvia persistente, a mi memoria acudían, una y otra vez, en letanía feroz, los versos de los poetas que habían perdido a sus padres. Nuestra imagen exterior también era negra: negro el paraguas, negras nuestras ropas, sombríos nuestros semblantes. Negra y también tétrica era la escultura de Anna Chromy llamada “Il Commendatore”, en honor al Don Giovanni de Mozart. Cada rincón al que yo miraba lo cubría ya una sólida pátina de pesimismo. Veía la fatalidad en cada esquina, en cada gesto, en cada edificio.
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Nos invitaron a esperar en una sala atestada de pacientes. Hombres y mujeres que, en apariencia, soportaban con entereza ese trago de hiel, como si los tumores los hubieran jodido… pero no tanto como para abandonar la ilusión. Vendas, muletas, pelucas y gorras que ocultaban la caída del cabello. Personas infectadas que aún conservaban el empuje necesario para seguir adelante. Podía imaginar sus bultos, sus eczemas, sus laceraciones, sus pústulas, sus carnes y sus pellejos carcomidos por el avance imparable de las células malignas.
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Pienso en Verano, de Coetzee. Pienso en ese pasaje en el que le extirpan un tumor de garganta al padre del escritor y a éste le comunican que debe ocuparse de su convalecencia, pues ese cáncer le deja en manos de terceros. Y Coetzee admite que no puede, que eso significaría aplazar sus quehaceres. Sabe que sólo resta una de estas dos posibilidades: o se convierte en el enfermero de su padre, renunciando a su propia vida; o lo abandona, dedicándose por entero a lo suyo. No hay una tercera vía, concluye.
Y eso es lo que les ocurrió a mis hermanos: al vivir en la misma ciudad y, además, habitar el mismo piso, trataron de seguir con sus costumbres (trabajo, estudios, amigos), pero la enfermedad y los cuidados derivados del carcinoma infectaron sus vidas, dominaron sus rutinas, los consumieron despacio.
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Todo eso, y mucho más, constituyó parte del tratamiento domiciliario. Mis hermanos llevaban una agenda para evitar confusiones. Kitril: un comprimido antes del desayuno y la cena, durante dos días, comenzando después del ciclo de quimioterapia. Primperán: dos comprimidos antes del desayuno, la comida y la cena, durante tres días, comenzando después del ciclo. Dexametasona: ocho comprimidos en el desayuno y la cena el día anterior al ciclo, en la cena del día del ciclo y en el desayuno y la cena, al día siguiente del ciclo. Omeprazol: un comprimido diario en el desayuno, en los mismos días que la Dexametasona. Ratiograstim: una ampolla subcutánea cada veinticuatro horas durante siete días. Paracetamol: un comprimido, media hora antes del Ratiograstim. Primperán: dos comprimidos antes del desayuno, la comida y la cena durante dos días. Capecitabina: tres comprimidos de 500 mg, después del desayuno y la cena durante catorce días consecutivos, y luego suspender la dosis.
Cada cuatro o cinco días, analítica. Cada veintiún días, ciclo de quimio.
Así vivía ella, así vivían mis hermanos.