miércoles, diciembre 10, 2014

La Estrella de Ratner, de Don DeLillo



Tengo todos los libros de Don DeLillo que se han traducido en España (empecé con los de Circe, hace ya tiempo), pero no significa que haya leído todos esos libros. Con mis autores predilectos procuro no leerlo todo para que siempre quede algo pendiente de leer; lo hago con Ballard, Coetzee, Bernhard, Sebald, McCarthy, Burroughs… Hasta ahora no me ha decepcionado nada de Don DeLillo, a quien considero uno de los prosistas más grandes de la literatura contemporánea, si no el mejor.

La Estrella de Ratner es una de sus novelas más raras, y al mismo tiempo más divertidas, con pequeños toques de humor que refrescan esta densa parodia sobre la ciencia y la creencia en la vida de otras galaxias. Todo comienza cuando en nuestro planeta se recibe una señal de radio que proviene, creen, de la Estrella de Ratner. Pero nadie la entiende, nadie es capaz de descifrarla. Y para echar un cable llaman a un chaval de 14 años que ha recibido el Premio Nobel en Matemáticas, y en el centro de investigación al que se incorpora se topa con una galería de personajes de nombres y apellidos estrafalarios y conducta aún más extravagante. El muchacho ha aprendido las leyes de la vida con incursiones tan anómalas como la que hace con su padre bajo tierra:

Su padre (para remontarnos un poco) era inspector de tercer raíl en el metro de Nueva York. Cuando el niño tenía siete años, el señor Terwilliger (a quien casi todo el mundo llamaba Babe) se lo llevó a los túneles del metro sólo para meterle un poco de miedo, un poco a modo de iniciación tebana. A fin de cuentas, era el sitio donde Babe se pasaba prácticamente la mitad de su vida consciente. Le resultaba del todo natural que un padre iniciara a su único hijo en la idea de que la existencia suele nutrirse de lo que hay debajo, del nivel del miedo, del plano de la obsesión, del tracto más lúgubre de la conciencia.

En cambio su madre es todo lo contrario: alguien que se alimenta de la luz de las películas, del cine y del televisor:

Su madre también era responsable del segundo de sus apodos no deseados. La afición obsesiva por el cine que había tenido Faye durante su infancia y su adolescencia sólo la habían interrumpido la infancia y la adolescencia mismas. La extravagante atracción que sentía por el cine era prácticamente un acto de violencia. Para entonces ya había visto todo lo rodado alguna vez y se contentaba con pasarse los años apacibles de su maternidad delante del televisor, viendo las mismas películas una y otra vez.

El del cine es un tema que siempre está presente en las obras de DeLillo, y esto lo recalcaban hace unos meses en la entrevista que le hicieron en un número de So Film. En esta novela hay una defensa del cine auténtico, el que se ve en las salas de proyección, a oscuras, a través de las palabras de un personaje; copio un extracto:

-Las películas son los sueños que nunca he tenido –dijo Faye–. Dicen que sueña absolutamente todo el mundo. Sólo es cuestión de recordar lo que has soñado, eso dicen. A mí me gustaría creerlo, mamá, pero no hay manera. En mi caso no es cuestión de recordarlo. En mi caso es cuestión de: lo sentimos, señora, no tenemos sueños para usted. Las películas tienen lugar a oscuras. Para mí, ésa es su magia. Las he visto todas, hasta la última que he podido ir a ver. En el Fairmont, el Deluxe, el RKO Fordham, el Paradise, el Valentine, el Ascot y el Fox. He ido a todos esos cines y he visto todas las películas, las geniales y los bodrios, geniales y bodrios por igual. Lo maravilloso es que todas eran geniales, hasta los bodrios. Porque tenían lugar a oscuras.

Lo que, en el fondo, conjura DeLillo en este libro delicioso y a ratos delirante es nuestro miedo al vacío cósmico, nuestra necesidad de creer que hay vida más allá para no conformarnos con estar solos en el universo. De esa necesidad nacen algunos de los personajes, obstinados en que incluso hay una raza de "ratnerianos" casi libres de la gravedad, y, por ello, "alargados, esbeltos y delicados". El mismo personaje que dice esto, también sostiene esto otro:

Es el tamaño de las cosas lo que preocupa a la gente. No hay razón para que el universo sea tan grande. Contiene más espacio del que me parece absolutamente necesario. Y también más tiempo.

Pero creo que lo que más me ha sorprendido esta vez, son esos arrebatos de humor, especialmente en los diálogos. No quiero alargarme más: si te gustan las obras del autor, ésta te fascinará. Copio uno de mis pasajes favoritos del libro:

No hace falta poner por escrito las palabras. Tú ya sabes qué aspecto tendrá cada página, y con saber eso ya basta. En realidad no hay más que eso. Existe toda una clase de escritores que no quieren que sus libros se lean. Hasta cierto punto, eso explica su prosa enloquecida. Si formas parte de esa clase de escritores, expresar lo expresable no es la razón de que escribas. Hasta resulta vagamente embarazoso que te entiendan. Lo que quieres expresar es la violencia de tu deseo de que no te lean. Es la fricción del público lo que enloquece a los escritores. Esa gente va a leer lo que escribas. Y cuanto más entiendan ellos, más vas a enloquecer tú. No puedes permitir que sepan de qué estás escribiendo. En cuanto lo sepan, estás acabado. Si formas parte de esa clase, lo que tienes que hacer es o no publicar o asegurarte del todo de que tu obra deje a los lectores tirados por los márgenes. Esto no es solamente lo que permite que exista literatura, sino que también es indispensable para tu salud mental.


[Seix Barral. Traducción de Javier Calvo]