martes, noviembre 04, 2014

Calles y otros relatos, de Stephen Dixon


Stephen Dixon es un escritor asombroso, que goza de gran reputación en Estados Unidos, pero del que aquí jamás habíamos tenido noticia (salvo en uno de los mejores relatos de la antología Ficción Súbita, que recomendé hace unos años en este blog). Un escritor inédito en España, del que por fin la editorial argentina Eterna Cadencia nos ofrece una selección de cuentos (a la que seguirá otra, pronto: tras Calles y otros relatos publicarán Ventanas y otros relatos).

Para este volumen, Eduardo Berti se ha encargado de la selección y Rodrigo Fresán ha escrito un prólogo repleto de referencias y de pistas. Pero, si no me equivoco, tras leer el cuento incluido en Ficción Súbita, supe más de Stephen Dixon gracias a otro escritor, Germán Sierra, en su faceta de incansable activista cultural de Twitter (Germán lee en inglés, y es apabullante la cantidad de autores que nos descubre, muchos de ellos no traducidos aquí).

Tras leer las opiniones de Sierra y el prólogo de Fresán y los textos de Dixon, no doy crédito: no logro entender por qué un escritor tan sencillo y tan complejo a la vez (sencillo en la forma, complejo en el subtexto: algo como lo que logran los Dardenne en su última película, Dos días, una noche) no ha sido traducido antes aquí. Su estilo es extraño: Dixon suele coger una situación cotidiana (el encuentro entre un mendigo y un ciudadano, el suicidio de un hombre en un hotel, la muerte de una mujer, la intervención quirúrgica de un paciente…) y la conduce por derroteros que están a medio camino entre el absurdo y lo fantástico, entre la comedia negra y la tragedia insoportable. Sin destripar los relatos, quiero contar el principio de algunos de ellos, el planteamiento con el que arrancan, para que el lector se haga una idea aproximada:

"Historias del 14" comienza con un hombre que se pega un tiro en la boca. El relato describe lo que eso desencadena: el ruido que oye la camarera del hotel, la ventana que la bala rompe, las pesquisas del detective del edificio, la carta de despedida que sale volando a la calle… Todo ello va conformando un despliegue de situaciones casi en paralelo que a mí me recordaron al prólogo de una de mis películas favoritas, Magnolia (ya saben: la pareja que riñe mientras su hijo se lanza desde la azotea, etc.).

"La firma", que ya leímos en la antología antes mencionada, cuenta lo que ocurre cuando una mujer muere y su viudo sólo quiere abandonar el edificio y que no le molesten. Pero insisten en que no salga del hospital porque la burocracia requiere permisos y papeleos que él no quiere resolver, dándose algunos momentos casi kafkianos.

En "Corte" encontramos una serie de monólogos a partir del momento en que a un anciano le dicen que deben cortarle una pierna. Volvemos aquí a ese despliegue de situaciones que recuerdan al montaje de una película, y sabemos lo que piensan aquellos que están cerca del paciente: médicos, enfermos, familiares, enfermeras…

En "El intruso", el narrador entra en su casa y descubre que un extraño le ha puesto un cuchillo en el cuello a su mujer y pretende violarla y… mejor descúbranlo ustedes.

En "El reloj" se cruzan dos hombres en la calle. Uno le pide al otro una moneda. Éste rebusca en sus bolsillos y, sin darse cuenta, le da un reloj de bolsillo sin cadena, confundiéndolo con medio dólar. Cuando quiere recuperarlo, el mendigo se obstina en no devolvérselo. Algunos de los transeúntes que pasan por allí opinarán o tratarán de intervenir en el asunto.

"Hora de irse" me trajo a la memoria algunas comedias de Woody Allen. En este relato, al protagonista le sigue el fantasma de su padre mientras ultima los preparativos de su boda. Su padre se ha convertido en una especie de molesto Pepito Grillo muerto que no hace más que incordiarle, y que en el fondo no es sino una metáfora de esas personas que, para bien o para mal, fueron fundamentales en nuestras vidas, voces que no logramos olvidar, como si fueran una conciencia que nos machaca (este recurso lo utilizaban en la película Locke, protagonizada por Tom Hardy).

En "El rescatador", un ciudadano ve a un niño a punto de saltar por una ventana, pero no logra salvarlo y el niño revienta contra la calle y a partir de entonces el hombre, que además es padre de un crío, se obsesiona con ventanas abiertas y niños indefensos que caen al vacío.

No sigo. Con esas muestras hay de sobra. Uno de los aspectos más interesantes de la prosa de Dixon es que es capaz de pasar del humor a la tragedia mediante giros que nos congelan la sonrisa. Si algunas circunstancias disparatadas nos hacen sonreír (por ejemplo, todos esos cuentos en los que los ciudadanos opinan sobre lo que les pasa a los personajes centrales del texto), otras, en cambio, nos dejan molidos (como en la tragedia del hombre que va a perder la pierna o en la psicosis del "rescatador" que no pudo salvar al niño). Me atrevería a decir que uno de los temas centrales de Dixon es el miedo: el miedo a perder a un ser querido, el miedo a las rupturas, el miedo a no ser capaz de controlar una situación tensa, el miedo a no superar ciertas obsesiones… Hay mucho dolor en ellos, e insisto en que cierto humor alivia algunas de las historias. Dice Fresán: "Las novelas y los cuentos de Stephen Dixon tratan de la mecánica de los cuentos y de la novela y parecen escritos justo unos minutos antes de que se conviertan en exactamente eso. Por lo que son otra cosa".

En su prólogo se incluyen algunas declaraciones de Dixon, dos de las cuales voy a copiar aquí:

Durante mucho tiempo, mi motivación para escribir pasaba por las chicas que rompían conmigo. Portazo, me decían que me fuese al infierno, adiós y hasta nunca. Y yo me quedaba ahí dentro, malhumorado. Entonces me decía: no te pongas mal; mejor escribe un cuento sobre lo que te pasó. Así que me sentaba y sacaba una primera versión del asunto. Y me quedaba contento porque había hecho algo bueno con todo eso.

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Cuando escribes estás solo. Y desde un punto de vista práctico: nunca permitas que un rechazo de un editor te aleje de la escritura si amas escribir. Y no cambies ni una palabra de lo que consideras perfecto solo para que te lo publiquen.

Y con esto termino: para que este post no sea interminable, he incluido un fragmento del libro en otro post previo. El enlace directo es éste.


[Eterna Cadencia. Traducción de Martín Schifino]