viernes, julio 04, 2014

Miss Lonelyhearts / El día de la langosta, de Nathanael West


MISS LONELYHEARTS

Nunca me había llamado la atención esta novela breve de Nathanael West (de quien ya había leído El día de la langosta) porque, erróneamente, pensaba que iba sobre concursos de misses, o en todo caso, sobre la vida de una miss. Una tarde, hablando con Hilario J. Rodríguez, me dijo que era un libro que debería leer, que West es uno de los grandes olvidados, y que Harold Bloom lo ha analizado hasta el tuétano en sus ensayos. En efecto, Miss Lonelyhearts no va de concursos de belleza y es una narración notable y absorbente.

Miss Lonelyhearts es, en realidad, un hombre. Es el pseudónimo que utiliza el redactor del consultorio sentimental de un periódico. Y se ha metido tanto en el papel y lo han identificado tanto con ese personaje que lee cartas de desamor y amargura (cartas de los lectores, aclaro) que nunca sabemos su verdadero nombre. Todo el mundo lo conoce por ese alias. Pero este hombre lleva a la espalda un fardo enorme: esas misivas llenas de lamentos y de mujeres que buscan consejo y consuelo le deprimen. Podríamos decir que es una novela sobre el desencanto, sobre cómo un hombre hastiado pretende encontrar una vía de escape relacionándose con mujeres o cayendo enfermo para no ir al trabajo. El redactor no parece encontrar asideros para darle un sentido a su vida, y así se le escapan los días. Aquí van dos extractos:

Miss Lonelyhearts dejó de escucharlos. Sus amigos seguirían contando historias así hasta que estuvieran tan borrachos que no pudieran hablar. Eran conscientes de su infantilismo, pero no conocían otra forma de vengarse. En la universidad y tal vez un año después habían creído en la literatura y en la belleza y en la expresión personal como un fin absoluto. Al perder esta creencia lo habían perdido todo. Ni el dinero ni la fama significaban nada para ellos. No eran hombres de mundo.

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-Tal vez te lo pueda explicar. Vamos a empezar desde el principio. Un hombre tiene un trabajo que consiste en dar consejos a los lectores. Su sección no tiene otra finalidad que la de aumentar la tirada y todos los demás periodistas la toman a broma. El periodista está contento con su trabajo porque de ahí puede pasar a hacer una columna de chismes, y además está harto de ser un reportero. También él piensa que su trabajo es una broma, pero después de varios meses ya no puede tomárselo a risa. Se da cuenta de que la mayoría de las cartas que recibe son ruegos profundamente humildes pidiendo consejos morales y espirituales, torpes expresiones de un auténtico sufrimiento. También descubre que sus corresponsales lo toman en serio. Por primera vez en la vida se ve obligado a revisar los valores que rigen su conducta. Y comprende que ya no está gastando una broma, sino que se ha convertido en su propia víctima.


EL DÍA DE LA LANGOSTA

Dado que la novela anterior la venden en un único volumen de bolsillo con el libro más famoso de West (quien, por cierto, falleció en accidente de tráfico al día siguiente de morir F. S. Fitzgerald, cuando acudía en coche al funeral de su viejo colega), es decir, El día de la langosta, he aprovechado para releerlo. También nos habla del desencanto. Si en la novela anterior el escenario era periodístico, aquí es cinematográfico: West nos cuenta las vidas de un puñado de personajes bastante freaks que tratan de sobrevivir en Hollywood mientras intentan atrapar una oportunidad. En esta novela es donde aparece por primera vez el nombre de Homer Simpson, un paleto del que todos se ríen, aunque Matt Groening dijo que no había leído la obra cuando se inventó al padre de la familia Simpson.

El día de la langosta despliega una serie de personajes raritos y de camino a la perdición. De cómo naufragan en ese ambiente de cine y de cómo tratan de sobrevivir tras la Depresión. El último capítulo, en el que una masa rugiente espera a las puertas de un teatro para asistir al estreno de una película y ver desfilar a las estrellas, es inolvidable y perturbador. Porque en los dos libros de West siempre hay algo que flota en el aire y está a punto de estallar… la frustración, que suele desembocar en violencia (hacia el final leemos: …todos esos pobres diablos que solo cobraban vida cuando les prometían milagros, y eso solo para caer en la violencia). Dos fragmentos:

Las lágrimas solo les sirven a los que todavía no han perdido la esperanza. Cuando acaban de llorar, se sienten mejor. Pero los que, como Homer, no esperan nada, aquellos cuya angustia es básica y permanente, nada bueno consiguen con llorar. Nada cambia para ellos. Normalmente lo saben, pero no pueden evitar las lágrimas.

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Durante toda su vida habían sido esclavos de alguna tarea pesada y monótona, detrás de mesas de oficina y mostradores, en el campo y entre toda clase de máquinas tediosas, y habían ahorrado un centavo tras otro y soñado con el ocio del que disfrutarían cuando llegase la hora. Y luego, ese día llegaba. Recibían una pensión semanal de entre diez y quince dólares. ¿Adónde iban a ir sino a California, la tierra del sol y de las naranjas?
Una vez allí, descubrían que el sol no es suficiente. Y se cansaban de las naranjas, de los aguacates y hasta de las granadas. No ocurre nada. No saben qué hacer con su tiempo libre. No están mentalmente preparados para el ocio, ni tienen el dinero o la resistencia física que exige el placer. ¿Han vivido esclavizados durante tanto tiempo solo para ir de excursión a Iowa? ¿Qué más hay?


[DeBolsillo. Traducciones de Javier Alfaya & Barbara McShane y de Encarna Castejón]