lunes, mayo 12, 2014

A la deriva, de Joris-Karl Huysmans


A la deriva tiene menos de 80 páginas en un formato pequeñito. Se trata, por tanto, de una pequeña delicia en la que volvemos a reencontrarnos con uno de esos personajes propios de cierta literatura del siglo XIX: un hombre acosado por su pesimismo, sin una meta que le permita tener una existencia feliz, harto de todo y de todos, angustiado, misántropo, solitario, acomplejado… Jean Folantin es un hombre ya viejo que deambula por París y está solo: se alimenta en tascas donde sirven vino malo y ranchos propios de una penitenciaría, lugares donde los tenedores están sucios y la clientela está formada por borrachuzos y prostitutas de baja estofa; ya no le reconfortan los paseos y todo le asquea; no es capaz de encontrar a nadie con quien pasar sus días y lo carcomen la abulia y el aburrimiento. En sus páginas me ha parecido encontrar el origen del realismo sucio, ya que muchos de los ambientes que describe el autor recuerdan a lo que luego harían narradores como Charles Bukowski o Raymond Carver: esas descripciones brutales de atmósferas sórdidas y de lugares sucios y apestosos, aunque también me ha recordado en algunos pasajes a Thomas Bernhard y su desprecio hacia la sociedad. Veamos algunos fragmentos de este libro sobre la falta de inquietudes y de fuerzas para vivir, que no te deberías perder:

Al Sr. Folantin no se le disipó la tristeza, ni al día siguiente, ni al otro; se dejaba ir a la deriva, incapaz de reaccionar contra aquella melancolía que lo agobiaba. Iba al trabajo mecánicamente, bajo un cielo lluvioso; salía; comía y se acostaba a las nueve para volver a empezar al día siguiente una vida parecida; poco a poco, se iba deslizando en un completo aturdimiento.

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Y si descendía aún más en la escala, e iba a los tascucios, a las tabernillas de ínfima categoría, la compañía era repulsiva y la suciedad estupefaciente; la carne hedía, los vasos tenían cercos de otras bocas, los cuchillos estaban mellados y grasientos y los cubiertos conservaban en los bordes y entre las púas restos amarillentos de huevos ingeridos por anteriores comensales.

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Desapareció su alegría; volvió a ser oscura su morada; el cortejo de las viejas angustias se cernió de nuevo sobre su inactiva existencia. "Si por lo menos tuviera alguna pasión; si me gustaran las mujeres, o el trabajo, si me gustara el café, el dominó, las cartas, podría jamar fuera –rumiaba–, porque no estaría nunca en casa. Pero es que, ¡ay!, no me divierto con nada, no me interesa nada; y, encima, mi estómago se arruina. No debería decirlo, pero la gente que, teniendo dinero para comer, no puede hacerlo por falta de petito es tan digna de lástima como la gente que no tiene un céntimo en el bolsillo para calmar el hambre".


[Antonio Machado Libros. Traducción de Juan Díaz de Atauri]