lunes, marzo 03, 2014

Vivir, escribir, de Annie Dillard


Cuando estás atascado en un libro, cuando llevas avanzada la escritura y sabes qué vienen a continuación y, sin embargo, no puedes seguir adelante; cuando todas las mañanas a lo largo de una semana, o de un mes entero, entras en la habitación del libro y le vuelves la espalda, el problema se encuentra con toda certeza en una de estas dos cosas: o la estructura se ha bifurcado, de modo que la narración, o la lógica interna, ha desarrollado una fractura mínima, una fisura del grosor de un cabello que pronto terminará por resquebrajarse por la mitad, o bien es que te acercas a un error de consecuencias fatales. Si sigues por el camino que llevabas, el libro explotará o se vendrá abajo como un castillo de naipes; pero eso es algo que aún no sabes del todo.

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No existe una relación proporcional, ni directa ni inversa, entre la estima que tenga el escritor por su obra en curso y la calidad real de la misma. La sensación de que la obra es magnífica, la sensación de que es abominable, son sendos mosquitos que hay que espantar, que hay que olvidar o aplastar: insectos cuya presencia nunca conviene consentir.

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Escribe como si estuvieras muriéndote. Al mismo tiempo, asume que escribes tan sólo para un público lector compuesto por pacientes terminales. A fin de cuentas, ése es el caso. ¿Qué te pondrías a escribir si supieras que vas a morir pronto? ¿Qué podrías decirle a un moribundo, siempre y cuando no pretendas enojarlo a fuerza de banalidad?

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El escritor estudia la literatura, no el mundo. Vive en el mundo: no lo puede pasar por alto. […] Tiene cuidado con lo que lee, pues eso es lo que escribirá. Tiene cuidado con lo que aprende, porque eso es lo que sabrá.


[Fuentetaja Literaria. Traducción de Miguel Martínez-Lage]