viernes, diciembre 21, 2012

Los miserables, de Victor Hugo


¿Qué se puede decir, a estas alturas, de un clásico de este calibre? Porque Los miserables es la novela total. Uno de esos libros "más grandes que la vida". Victor Hugo mezcla la historia, la crónica de sucesos, el folletín y el ensayo para contarnos varias historias: la rivalidad entre Jean Valjean y Javert, la vida trágica de Fantine y su hija Cosette, los amores entre Cosette y Marius, las maquinaciones del matrimonio Thénardier, la revolución popular al grito de “¡A las barricadas!”… En la edición que yo tengo, dado que data de hace bastantes años, algunos nombres están españolizados (así: Fantina, Juan Valjean, Mario, etc), lo cual he tratado de evitar aquí porque me parece ridículo. Como en todo clásico que se precie (pienso ahora en Ulises, en Don Quijote, en El Conde de Montecristo, en Los tres mosqueteros), no faltan capítulos en los que el autor se aparta bastante de las tramas principales para situarnos en el contexto histórico, lo que depara que esos capítulos aburran un poco al lector, a pesar del interés que suscitan. Cuando Hugo abandona a Jean Valjean y su mala suerte y empieza a contarnos la historia de las cloacas de París, o ciertos episodios de la vida de Napoleón, nos entra la impaciencia: queremos saber qué demonios le va a suceder a Valjean. Este tipo de novela hoy no tendría sentido: para saber más sobre las cloacas de París bastaría con meterse en Google o consultar alguna enciclopedia de papel.

El aspecto más notable de Victor Hugo, para mí, es su talento para la descripción: cuando relata cómo son las largas cadenas de presos que atraviesan las calles, o cómo han ido cambiando los subsuelos de la ciudad, o cómo han erigido las enormes y casi monstruosas barricadas… Ahí se revela el gran maestro. El segundo aspecto es su habilidad para manteneros en vilo con un folletín que se alarga páginas y páginas, y en el que no faltan amores correspondidos y amores platónicos, ardides y trampas, destinos funestos y batallas, miserias y algaradas, análisis políticos, sociales, bélicos y religiosos. Y el tercero, amén de la prosa, es su dominio de tantos géneros en un solo libro. La novela, además, en su defensa de los miserables y de los parias y de las revoluciones populares, conecta totalmente con esta época. En el primer volumen encontramos esta frase: Jean Valjean se sentía indignado. Dado que estos días se estrena la película, una adaptación del musical inspirado en la novela, por fin me decidí a leerla. Abajo, algunos de los extractos que copié:

Particularmente Thénardier era repugnante para el fisionomista. A ciertos hombres no hay más que mirarlos para desconfiar de ellos, porque se los ve tenebrosos por sus dos lados. Son inquietos por detrás y amenazadores por delante. Hay algo en ellos de lo desconocido, sin que se pueda responder de lo que han hecho ni de lo que podrán hacer. Denúnciales la sombra que tienen en su mirada. Con oírlos pronunciar una palabra o con verlos hacer un gesto se entrevén sombríos secretos en su pasado, y sombríos misterios en su porvenir.

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No basta ser malo para prosperar.

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El que ha estado en presidio sabe el arte de encogerse, según el diámetro que permite la evasión. El preso está sujeto a la fuga como el enfermo a la crisis que le salva o le pierde. Una evasión es una curación.

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Dos no son amigos hasta que beben juntos.

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Parecían, sin duda, muy depravados, muy corrompidos, muy envilecidos, hasta muy odiosos; pero son raros aquellos que han caído y no se han degradado. Además, hay un punto en que los infortunios y las infamias se confunden y mezclan en una sola palabra fatal: los miserables; ¿de quién es la culpa? Además, ¿no es cuando la caída es más profunda, cuando la caridad debe ser mayor?

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No nos cansaremos de repetirlo: pensar ante todo en la multitud desheredada y dolorida, consolarla, darle aire y luz, amarla, ensanchar magníficamente su horizonte, prodigarle la educación bajo todas sus formas, ofrecerle el ejemplo del trabajo, nunca el de la ociosidad, aminorar el peso de la carga individual, aumentando la noción del fin universal, limitar la pobreza sin limitar la riqueza, creas vastos campos de actividad pública y popular, tener como Briareo cien manos que tender por todas partes a los débiles y a los oprimidos, emplear el poder colectivo en ese gran deber de abrir talleres a todos los brazos, escuelas a todas las aptitudes, y laboratorios a todas las inteligencias; aumentar el salario, disminuir el trabajo, equilibrar el deber y el haber, es decir, proporcionar el goce al esfuerzo, y la saciedad a la necesidad; en una palabra, hacer despedir al aparato social más claridad y más bienestar en provecho de los que padecen y de los que ignorar; ésta es, que las almas simpáticas no lo olviden, la primera de las obligaciones fraternales; ésta es, que los corazones egoístas lo sepan, la primera de las necesidades políticas.
Y sin embargo, todo esto no es más que un principio. La verdadera cuestión es ésta: el trabajo no puede ser una ley sin ser un derecho.

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La naturaleza divide a los vivientes en seres que vienen, y seres que van. Los que se van dirigen la vista hacia la sombra, y los que vienen la dirigen hacia la luz. De ahí cierto desvío, fatal en los viejos, involuntario en los jóvenes. Este desvío, insensible al principio, se aumenta lentamente como toda separación de ramas.


[Traducción de Nemesio Fernández-Cuesta]