miércoles, julio 25, 2012

Bélgica, de Chantal Maillard



Escribo sin mirar el cuaderno. Granjas. Árboles recortados sobre el cielo, cielo reflejado en el río. Verde y gris, ocres en los pequeños jardines. Y tierra arada, limo de terrones oscuros, grasos. En este trayecto de Bruselas a Ostende, soy eterna. Soy eterna en mi estirpe y en éstos que aquí me son sin conocerme, y no es preciso: un pueblo se hace con pequeños gestos aprendidos y repetidos por todos, gestos ínfimos, cumplidos en la intimidad de cada cual, pero sabidos por todos. Un pueblo se hace con ese saber del otro acerca de todos. Lo demás es aquello donde la soledad se fragua. La locura como individualidad remitida a sí misma. La libertad es saber preservar, en soledad, los márgenes.

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La solidaridad, como valor o como norma, en una sociedad donde se prima la competitividad es un contrasentido. Si pretendemos educarnos en la solidaridad, sería conveniente, ante todo, reemplazar los modelos de competición por otros más igualitarios. Trocar el paradigma vertical (jerárquico, ascendente y descendente: éxito-consideración/fracaso-desprecio) por otro, horizontal. La igualdad de oportunidades no ha de confundirse con la igualdad social. Pero el sistema de consumo se contrapone radicalmente a los valores de equiparación o igualitarismo; no se sostiene sin las diferencias porque necesita de individuos que quieran distinguirse y consuman, para ello, productos de toda índole. La desigualdad es la piedra angular del sistema de consumo. Virtudes como la modestia o el recato no tienen, por ello, lugar en él. Son valores designados como obsoletos porque, simplemente, no convienen.

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Nos vamos, pero las cosas permanecen, y otras personas siguen viviendo entre ellas y utilizándolas. Los pomos de las puertas, por ejemplo, esos pomos característicos de las casas belgas. Durante años, después de habernos ido, otros siguieron cerrando la mano sobre ellos, hicieron funcionar su mecanismo sin reparar en aquello que los hace especiales. En la memoria del que se va, las cosas quedan congeladas. Después de medio siglo, si vuelve, las encuentra convertidas en señales.

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En el camino de vuelta, desde el tren, contemplo ventanas cuyos visillos nunca descorrí, fachadas cuya solidez nunca me amparó, umbrales que nunca cruzaré. Imagino vidas que me son ajenas, recorro sendas que no me pertenecen y hago recuento de las pérdidas. Soy uno de esos personajes de hierro, viviendo en mi carcasa; mi corazón es el eco de lo que pasa fuera, su latido se expande en mí sin que nadie repare en ello, sin que nadie lo sepa. Ciega, pero sonora.