Me sorprendió mucho, desde el principio (e imagino que igual que les sucedió a otros fanáticos de su obra), que Martin Scorsese aceptara un proyecto de estas características: adaptación de una novela juvenil, con dos niños como protagonistas y rodaje en 3D. Pero en cuanto empieza la proyección uno se cerciora de por qué Scorsese debió enamorarse del material: se trata de uno de los homenajes más hermosos al cine (y a la literatura, en algunos pasajes) que hemos visto en una pantalla. Una especie de carta de amor al cine en general y a Georges Méliès y los trucajes en particular. Observemos que la primera película que el niño lleva a ver a la niña (ella nunca ha estado en el cine) es El hombre mosca, con Harold Lloyd.
El uso que el director hace de las 3 dimensiones y sus posibilidades es fascinante: desde Avatar no se veía nada igual, y Scorsese lo supera porque es cien veces mejor director que James Cameron. Basta con ver el plano que abre el filme, con esa cámara que sobrevuela París y se desliza por dentro de una estación para culminar enfocando la cara del protagonista, como si fuera Peter Pan quien manejase dicha cámara. Scorsese nos habla de trucajes y primeras películas y efectos especiales rudimentarios y lo hace con el lenguaje audiovisual moderno, expresando cómo ha cambiado la industria desde la salida de los obreros de una fábrica y el tren que entra en una estación y asusta a los espectadores (primeras proyecciones públicas, citadas y proyectadas en Hugo) hasta estos tiempos de 3 dimensiones, escenarios generados por programas informáticos y trucos que hacen real lo imposible. El cine es ilusión, obra de un ilusionista como lo fue Méliès en su primera época, y en ese sentido Scorsese, aunque con otros presupuestos y otros avances, no parece haberse alejado mucho de esa magia con esta película.
A mí el Scorsese que me fascina y me emociona es el de Taxi Driver, Uno de los nuestros, Malas calles, Infiltrados o Casino, pero, incluso cuando se mueve en otros territorios ajenos a su especialidad (pensemos en la maravillosa La edad de la inocencia, o en esas comedias atípicas que son El rey de la comedia y Jo, ¡qué noche!, o en La última tentación de Cristo, o en sus documentales sobre Bob Dylan, George Harrison y The Rolling Stones), sigue siendo un maestro, un artesano con un dominio impecable de la técnica. Hugo no es lo mismo que, por ejemplo, Shutter Island (es evidente), ni alcanza la emoción que me suscitaron El aviador o Toro salvaje, pero no podemos negarle su capacidad para hechizarnos visualmente.