Entrar en Bobby Logan significaba ascender al Cielo. Bastaba con subir al avión pilotado por Bobby, el aviador de eterna sonrisa y ojos azules, que te llevaba más allá de las nubes en un vuelo sencillo o en una amplia gama de vuelos opcionales con piruetas inverosímiles.
El Cielo como una fiesta sinfín llena de mujeres, disc jockeys, bebidas sin límite, juegos de luces artificiales, humos sintéticos y jóvenes ávidos y extasiados por hallarse en el Paraíso dando vueltas como la aguja de un vinilo a 33 revoluciones por minuto. Una aguja que emitía sonidos melódicos sin pasado ni futuro y que antes de terminar eran mezclados con otros sonidos melódicos sin pasado ni futuro. Una mano que subía un canal mientras la otra bajaba el canal que sonaba: una mezcla. Una canción que bajaba y otra que subía y la música no se detenía dando vueltas y más vueltas en platos que giraban y giraban y nunca dejaban de girar. Agujas amando las curvas de los vinilos a 33 ó 45 revoluciones por minuto, igual que se amaban a las mujeres. Agujas que expulsaban letras malas, cursis, sentimentales, vomitivas, sexuales, hedonistas, el aquí y el ahora en una metamorfosis de movimientos, moverse y jamás parar, sexo y drogas y la obligación de sentirse bien y divertirse y estar en un continuo baile de neuronas y hormonas, que provocaban sensaciones químicas, físicas, en espirar, como los títulos de Vértigo, que también se llamó De entre los muertos, igual que la sensación de estar vivo y muerto en esos pases de tarde o noche cuando accedíamos al Cielo en Bobby Logan.